Las varitas de la virtud


Read by Alba

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A Federico Gamboa

Cuando niño, vivía yo en un caserón desgarbado, sólido y viejo, que era como la casa solariega de la familia.

¡Oh! mi caserón desgarbado, sólido y viejo, vendido después a vil precio, a no sé qué advenedizos, que fueron a turbar el silencioso ir y venir de los queridos fantasmas.

En su patio famoso, crecían bellos árboles del trópico, y en un rincón, el viejo pozo de brocal agrietado y rechinante carril servía de guarida a una tortuga, que desde el fondo y a través del tranquilo cristal del agua, nos miraba, estirando, cuando nos asomábamos, su cabeza de serpiente, como un dios asiático.

Moraban en esa casa, con mis padres y mis hermanos, mi abuelita materna, y una tía soltera, bella, apacible, retraída y mística, que murió a poco, en flor, y a quien tendieron en la gran sala, en un lecho blanco, nevado de azahares.

Esta mi tía, muy amada, soñó una noche que se le aparecía cierto caballero de fines del siglo XVÍII. Llevaba media de seda blanca, calzón y casaca bordados, espumosa corbata de encaje cayendo sobre la camisa de batista, y empolvada peluca.

Saludóla, con grave y gentil cortesía, y díjole que en un ángulo del salón había enterrado un tesoro: un gran cofre de áureas peluconas.

Mi tía, que soñaba poco en las cosas de este mundo, porque le faltaba tiempo para soñar en las del cielo  despertóse preocupada, sin embargo, de la vivacidad de su visión y la refirió a mis padres y a mi abuela.

Esta última creía en los tesoros como toda la gente de su tiempo. Había nacido en la época febril de las luchas por nuestra independencia, en La Barca, donde su tío era Alcalde.

Cuando el Padre Hidalgo entró a la ciudad solemnemente, ella le contemplaba, según nos contó muchas veces, «pegada a la capa de su tío el Alcalde»

Más tarde, mucho más tarde, asistió a la jura del Emperador Iturbide, y recordaba las luchas del pueblo por recoger las buenas onzas de oro y de plata que para solemnizar el acontecimiento se le arrojaban en grandes y cinceladas bandejas.

«In illo tempore», los entierros eran cosa común y corriente. Los españoles, perseguidos o no, reputaban como el mejor escondite la tierra silenciosa, que sabe guardar todos los secretos. No pasaba año sin que se cuchicheara de ésta o de aquella familia de la ciudad, que había encontrado un  herrumbroso cofre repleto de onzas.

Y se daban detalles peregrinos:

La tierra defiende celosamente, a lo que parece, el bien que se le ha confiado.

Cuando la barreta empieza a removerla, si ha dado justo en el sitio donde yace el oro o la plata, óyese un estruendo, como de paladines armados de todas armas, que libran descomunal batalla.

Chocan las filosas espadas contra las firmes corazas, óyense confusas voces que ponen espanto en el ánimo.

Los buscadores vacilan, tiemblan, y si no tienen el corazón blindado contra el pánico, recubren el hoyo y se alejan.

Si continúan, invariablemente, a cierta profundidad, topan con un esqueleto.

Cuando aparece el esqueleto, el tesoro está cerca. Ello se explica.

Quien enterraba su oro mataba casi siempre al excavador del pozo, a fin de que no contara del escondite. Nuestros abuelos sólo tenían fe en el silencio de los muertos.

A veces, estos muertos eran dos: según la magnitud del hoyo y, por ende, del entierro.

Por fin, a unos cuantos pies más abajo, estaba el cofre... que generalmente costaba un trabajo endemoniado abrir y que pesaba horriblemente.

*

Existían dos procedimientos infalibles para hallar un tesoro. Y esto también lo sabía mi abuela a maravilla: El primero, hablar al muerto.

Donde había un tesoro, había unalma en pena. Ello era elemental.

No se ha sabido aún de fantasma ninguno que se resigne a dejar ignorado un entierro.

En las noches enlunadas, rondan alrededor del sitio en que se ennegrecen lentamente los viejos pesos de a ocho reales y las onzas amarillentas con la efigie del rey Don Carlos IV.

Hay que aprovechar tales apariciones y si uno tiene el alma en su armario, dirigirse derechamente al fantasma y hacerle la consabida pregunta:

— De parte de Dios te pido que me digas si eres de esta vida o de la otra.

A lo que generalmente el interfecto (imaginamos que se trata del espíritu del excavador asesinado) responde:

— Soy de la otra.

Esto basta para « romper el hielo ».

El muerto entra en palique con vosotros, y os explica bien dónde está el dinero y cómo habrá de precederse para sacarlo.

Después, cumplida su misión, desaparece.

Pero no se va, no lo creáis, se queda acechando en no sé qué pliegue de la sombra, a fin de ver si dais por fin conel tesoro. Si dais con él, se marcha resueltamente a la eternidad. Si no, permanece allí, retenido por invisible grillete, hasta que el cofre sea desenterrado y a los restos humanos se dé cristiana sepultura.

*

El segundo procedimiento es el de las varitas mágicas; a él sugirió mi abuela que se recurriese, en virtud de que el caballero de casacón y peluca se limitó a una aparición en sueños.

Desgraciadamente, mi padre no creía en las varitas. Había nacido en la medianía del siglo
diecinueve « o, por mejor decir, decimonono» y entonces ya no se creía en las varitas.

Además, el caballero de marras había designado justamente un sitio en que se asentaban los sillares de la pared madre de la casa. Escarbar allí era exponerse a un derrumbamiento.

Mi abuela hizo, sin embargo, traer las varitas, a furto de mi padre, y, cosa estupenda, señalaron el mismo sitio designado por el caballero de la peluca.

Cierto que señalaron también otros sitios; pero en aquél, coincidieron con el fantasma.

Mi abuela estaba desolada.

¡Qué lástima que mi padre no creyera en las varitas mágicas de madera de acebo con regatón de hierro, que se tallan en una rama joven, en la noche del Viernes Santo!

*

¿Quién tuvo razón, mi abuela o mi padre?

Mi abuela tuvo razón: Las varitas mágicas dicen verdad. La ciencia, en esto, como en otras muchas cosas, ha venido a corroborar las ingenuas ideas de nuestros antepasados y
a probarnos una vez más que el mito no es sino la envoltura luminosa, un poco fantástica, de la verdad.

Las varitas mágicas eran simplemente «varitas imantadas » que ahora están en pleno favor en Europa. Los ingenieros las usan para descubrir manantiales, corrientes subterráneas y con especialidad « yacimientos de metal»…

Nunca marran estas varitas, cuando se sabe emplearlas. ¡Nunca marran, abuelita mía, nunca marran!


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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