Un consejo de ministros


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Aquel Consejo de ministros se dedicó por entero a discutir el urgente problema de la colonización.

Era preciso poblar y cultivar tierras del litoral, absolutamente desiertas y tan grandes como un pequeño reino europeo. Tenía la palabra el ministro de Fomento y Colonización, quien con cierto humor inglés, peculiar, resumía así sus diversas argumentaciones:

—El colono francés, a no dudarlo, es un gran factor de progreso. Funda almacenes admirables, donde las señoras encuentran esos trapos deliciosos que les proporcionan beatitudes paradisíacas, sin perjuicio de que los maridos rabiemos después, cuando nos traen la cuenta. Pero este colono tiene una desventaja: no enraiza en el país; sueña toda su vida con retirarse a un rinconcito de Francia y poseer allí una casa con jardín y huerta. Su ideal es cuidar hortalizas y comer bien, a la sombra de un árbol.

En cuanto al yanqui—siguió diciendo—, suele considerar a los criollos como raza inferior. Es un pueblo primitivo, megalómano, arrogantemente pueril, como recién llegado a la fortuna... Por lo que respecta a los colonos ingleses, constituyen siempre una aristocracia meticulosa dentro de los países que les dan hospitalidad. Son, además, temibles, muy temibles; ya conocemos las garras de su leopardo... De los españoles no he de hablar, por ser gente de casa y no colonos, en realidad; tienen nuestros defectos y nuestras cualidades. En mi sentir -concluyó—el colono por excelencia es el alemán.

En primer lugar, el alemán se adapta maravillosamente a todos los climas. Lo único que exige es cerveza. Si no la hay, establece una fábrica en el país, y santas pascuas. Aprende el castellano muy pronto, reservándose únicamente el privilegio de hacer de cada d una t y de cada p una b. Se casa con una criolla, sin andarse con escrúpulos en asuntos de reputación, repitiendo filosóficamente en alemán aquel sabio proverbio español: «Lo que no fue en tu año no fue en tu daño», y contentándose con la lealtad ulterior. Es un marido bonachón. Quiere a sus hijos con indulgencia plácida, y una vez que los ha enviado a educarse a Hamburgo o a Berlín, y que han vuelto con tres o cuatro cuchilladas en la cara, les asocia a su comercio y les permite que adquieran la ciudadanía del país en que han nacido. Repito, pues, que, en mi sentir, el colono por excelencia es el alemán.

 

—Permítame usted, mi querido colega—replicó el ministro de la Guerra—, que haga algunas ligeras observaciones a sus ideas, de las que disiento un poco.

Todas las cualidades que ha enumerado usted son exactas. El teutón resultaría el colono ideal. Pero... supongamos que en los acres de terreno colonizados se funda una ciudad. El alemán, con previsión admirable, hará de esa ciudad una plaza fuerte potentísima, con defensas maravillosamente recatadas, para el caso de que S. M. Real e Imperial y los mil quinientos generales de que se compone su Estado Mayor, decidan conquistar nuestro país. Se constituirá allí la más efectiva base de operaciones, para que un futuro y posible ejército alemán marche sobre nuestra metrópoli. Si la colonia aquella tuviera costas, como las tendría en este caso, se disimularán con habilidad nunca vista estaciones navales, depósitos de carbón; habrá almacenes subterráneos de todos géneros, y en ellos depósitos especiales de obuses, granadas, etc. En las eminencias estratégicas se construirán, perfectísimamente ocultas, plataformas de cemento, de una solidez insuperable, en las cuales, sin un milímetro de discrepancia, habrá huecos y ranuras, para que entren las monumentales cureñas de los morteros de... 58 (que será el calibre de entonces...) A lo largo de la costa, en tinglados que aparentemente se destinarán a depósitos de maderas, se habrán tomado las necesarias disposiciones, a fin de que se guarezcan zeppelines y aeroplanos suficientes para bombardear nuestras ciudades... En el vasto cementerio de la colonia, en tumbas espaciosas, llenas de supuestos cadáveres tudescos (pues oportunamente habrán ido muñéndose de mentirijillas los colonos necesarios), habrá acopios, perfectamente embalados, de mausers y cartuchería.

 

Cada colono alemán tendrá, naturalmente, su puesto en el futuro ejército de ocupación; cada jefe de comercio o industria será oficial; en cada escritorio se guardarán millares de planos y mapas de nuestro país, levantados a hurtadillas por geodestas habilísimos.

Y un día—concluyó sonriendo el ministro de la Guerra—, nuestra república, sin haber disparado apenas un tiro, será colonia germánica, y hasta nuestras más humildes murgas tocarán el «Deutschland über alles»...

*

No dice la crónica si replicó el ministro de Fomento y Colonización; pero se sabe que los famosos acres de tierra fueron cedidos a colonos españoles...

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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