Un ramito de violetas


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El joven ministro salió muy de mañana de su casa, como un estudiante que se escapa del aula. Era tan temprano que ni aun los porteros pudieron ver a Su Excelencia. Todavía estaba cerrada la puerta de la calle.

El airecillo suave y aromoso acarició la ancha frente del madrugador, la claridad del cielo reflejando en sus ojos avivó en ellos la expresión gozosa de aquel íntimo y pujante deseo de libertad, y el ambiente matinal llenó de gratísimo placer los pulmones y de frescura y deleite las venas, los nervios y los músculos de Su Excelencia.

Deseaba pasear solo, donde nadie le viese, donde nadie pudiera importunarlo, donde no oyera el plañidero coro de pegajosos pretendientes, donde no hallara ni etiqueta, ni servilismo, ni discusión, ni enojos, ni preocupaciones, ni expedientes, ni discursos… Salir, correr, gozar de independencia, cuando aún el vocerío de vendedores no anunciase la aparición de las bandadas de periódicos lisonjeros o mordaces, lejos, muy lejos de aquella falsa vida que él vivía ensoberbecido y humillado, triunfante y combatiendo siempre.

Fernando Mieres tenía, como orador de gran facundia y de muy vivo ingenio, corazón de poeta: desde la tribuna del Parlamento esparcía profusamente las ideas con donaire, con galanura, con grandeza. A pesar del artificioso convencionalismo político, ¡sentía!

¿A qué pensar en aquello para lo cual no había remedio? Esto hubiera sido propio de un inexperto, no de quien como él había combatido con brioso empeño, abriéndose paso no solo por entre la apretada y dura masa del vulgo, sino por entre las revueltas camarillas de los ambiciosos más audaces de las alturas.

Sin embargo, pesábale aquel tiempo perdido en las ingratitudes, en las porfías persistentes, en las intrigas enredosas, en los pactos parciales, en las defensas, en las codicias, en las miserias de la vida pública; pesábale su matrimonio calculado, cuenta cumplida como un negocio, escala auxiliar para la ascensión, concierto para dar a una pobre mujer rica el brillo de un nombre ya célebre y la ufanía de una ostentosa posición.

Hubiera preferido a los triunfos aparatosos, rápidas contiendas de la elocuencia, la dulce, la plácida gloria del literato que en la soledad conceptúa, embellece y elabora la verdad con la hermosura, la precisión, la gracia y el sólido fundamento de la palabra escrita. Hubiera amado más a la Naturaleza que a la sociedad, más a las almas que a los hombres. Hubiera amado a una criatura ideal, mejor que vender el alma por una conveniencia de hombre práctico.

Mas ¿a qué pensar en todo esto? ¿No era caballero correctísimo y galán con su esposa? ¿No era padre celoso y amante de sus hijos? ¿No era rico generoso? ¿No era gobernante hábil, amigo servicial? ¿No era luchador que había conquistado la victoria?

¡Ser libre siquiera por unas horas!… Había salido con un trajecillo de mañana, un sombrero hongo y un junquito: era un cualquiera. Felizmente, a aquellas horas dormía la gente de su mundo. No era de esperar que hallase en su camino persona que le conociese. Tal vez algún transeúnte al verlo creyera reconocer en la cara de aquel paseante algún parecido con las caricaturas que los periódicos satíricos hacían del ministro Mieres y aun gran semejanza con este…

¡Libre, libre hasta del abrumado y solícito secretario particular!

Dar dos o tres vueltas por el Retiro, sentarse en lugar apartado, ver el dosel de hojas verdes, movibles, sonoras, prendidas a las ramas de los grandes árboles, oír el gorjeo de los pajarillos, y pronto las alegres vocecitas de los niños, era a todo lo que por entonces podía aspirar… Gozaría de esto siquiera hasta las ocho de la mañana, procurando no acordarse de la interpelación que para aquella misma tarde le amenazaba en el Parlamento, ni de aquel pesado, sofocante ambiente del salón de sesiones… De nada, en fin, ¡ni aun de la guerra intestina que mantenía en el seno del gabinete!

 

El Retiro estaba solitario. Aún no habían abierto su sesión anárquica los pajarillos, ni se había realizado la diaria invasión de niños.

Su Excelencia estaba muy a sus anchas. Era dueño de sí mismo. ¡Nadie había de molestarle!… Emprendió su marcha por uno de los paseos más tupidamente abovedados y silenciosos. Oíanse rumores indecisos, como lejanos cuchicheos. La Naturaleza parecía adormecida en secretos deliciosos, en misterios de amores… Mieres recordó cuando en sus tiempos de estudiante iba allí con el libro a estudiar, al acercarse los exámenes: ¡cuántas veces le distraía, confundiendo con imaginaciones deliciosas sus temores y sus esperanzas de estudiante, la inesperada presencia de alguna linda muchacha!

Había jazmines. Detúvose a mirarlos… Había rosas. Las hubiera como en otro tiempo robado burlando a los guardas… Producíale una alegría muy pura el negror de la tierra fecunda y la verdura y lozanía de la por grama espesa vestida.

Un saltamontes, un saltón cayó en medio del camino, y Mieres volvió la cabeza por no verlo… ¡El maldito curioso parecía impertinente como un diputado rural, interrogando al Gobierno sobre la grave cuestión de la langosta en los distritos de la Mancha!

Tampoco quiso ver los barcuchos del estanque, ridículo remedo de la eterna cuestión que se ofrece al pensar que una península carezca de buques de guerra.

No, no… La mente de Mieres huía de concreciones, sentía ansia de esparcimiento, deseos de expansionarse en la Naturaleza, de beber en la atmósfera, de tomar de la inmensa luminaria del espacio un remedo de vida, luz y calor puro y fortificante para el alma… Fue y vino con paso apresurado, se hubiera puesto a correr, anduvo de aquí para allí por este paseo, por aquella alameda, olvidándose, al fin, de todo…

Sintiose cansado, y se sentó en un banco de piedra. Estaba solo: no se veía persona alguna en todo el largo paseo. Al cabo de un tiempo, vio a lo lejos atravesar de un lado a otro a un bracero del parque en mangas de camisa, con gorra galoneada y con un seroncillo de tierra en las manos y sobre las piernas que le hacía caminar como cojeando.

Silencio placidísimo, complacencia profunda. Por todos los poros de su cuerpo se infiltraban tibios efluvios de aquel ambiente primaveral. Esta felicidad estática ha de ser la apacible vida de los vegetales.

De pronto, oyó Mieres la vocecita de un niño, y el niño apareció por uno de los paseos transversales. Era rubio, sonrosado, iba vestido de blanco, hacía botar una pelota de goma. Tras del niño y a paso sosegado y suave, como de clueca tras sus polluelos, apareció una señora joven, la madre del niño, sin duda. La señora vestía con suma modestia, iba decente, parecía mesurada y tranquila. Tomó asiento en el banco inmediato al de Mieres. El niño siguió jugando sin apartarse mucho de su madre.

Mieres, que por instintiva curiosidad se había quedado mirando a la joven, sintió de pronto una violenta sacudida del corazón.

—¡Cualquiera diría —pensó— que esa mujer es Elena!… Más delgada, más pálida, pero esbelta, fina, delicadísima, hermosa como ella… «¡Elena mía! Nos separamos… Dejo mi vida, que eres tú, para vivir la vida de otros… ¡Es necesario que yo los salve de la miseria!».

Mieres estuvo recitando palabra por palabra casi todo el contenido de aquella carta, última llamarada de un amor sincero, romántico.

¿Qué había sido de Elena, la mujer que él había adorado?

Pero ¡qué extraña alucinación!… ¡Su voz! Sí, era su voz. ¡Oh, no, no, lo que es esta vez no se engañaba Mieres!… La voz que acababa de oír era la de Elena.

—Federico, no juegues con la tierra.

—¡Elena! —iba a gritar Mieres.

¡Qué locura! Se contuvo. Estaba muy acostumbrado a refrenar los movimientos espontáneos del corazón… ¡Era más que hombre, era un hombre de estudio, de los que tras una vida de prudente ficción marmorizan su faz, petrifican su pecho, y luego que se han endurecido quedan para siempre sobre un pedestal en estatua para el centro de una plazuela!

Sus labios, ¡qué lindos! ¡Qué sonrisa la suya! Nada más hermoso que sus ojos… ¡Cuánta dicha hubiera disfrutado Mieres dueño de Elena!

—Mamá, ¿me dejas entrar allí? —dijo el niño.

—No, que puede venir el guarda.

—¡Hay violetas!

—¿Violetas? Bueno, sí, que no te vean, y tráeme violetas.

¿Pero qué es esto? El diablo así las arma… ¡Violetas!

—Todas las mujeres aman las violetas, pero Elena, Elena más… sí… ¡sí, ella es Elena!

Mieres apoyó los codos en los muslos y puso la cabeza con la frente sobre las palmas de las manos.

—¡Qué horror —se decía— hallarles!

¡Sí, sí, era Elena! No pudo apreciar Mieres el tiempo que pasó en aquella postura y en aquel estado de apenamiento y de confusión, hasta que una dulce vocecita dijo cerca de él:

—Caballero, ¿me hace usted el favor de decirme qué hora es?

—¡Ah, sí, querido niño! —contestó temblando Mieres.

Y miró a su reloj y satisfizo a la pregunta.

—¡Muchas gracias! Usted dispense —replicó el niño.

Era hermoso. Tenía los ojos azules… ¡como Elena!

—¿Cómo te llamas? Federico… ¿no es así?

—Sí, señor, para servir a Dios y a usted. Federico González Rosgo…

—¡Ah! —exclamó Mieres poniéndose en pie y dirigiéndose al banco en que se hallaba la señora.

—¡Elena!

La señora quedó aterrada.

—¡Tú… Fernando…! ¡Usted, señor Mieres!…

—¡Yo, yo… que no esperaba hallarte… hallar a usted!… Comprendo que esto es ridículo, ridículo, pero no he podido contenerme.

Elena temblaba, temblaba, y se echó a llorar.

El niño, lleno de sorpresa y de fiero enojo, miró entre medroso y colérico a aquel desconocido.

La situación era embarazosa. Mieres estaba ciego: sentía en aquel momento deseos vehementes y luchaba por opuestos encontrados sentimientos.

De buen grado, hubiera huido con aquella su adorada, huido para siempre dejando riqueza, posición, honores, todo… o hubiera muerto allí a su pies.

Pero el niño era un poderoso aviso para el juicio: era el deber, era el respeto, era el dueño legítimo de Elena.

No se sabe cómo Mieres se dominó. Acarició al niño, y le explicó la causa del llanto de su madre atribuyéndolo a la sorpresa, solo a la sorpresa.

—¿Con que este es hijo de usted? ¡Es muy lindo!

—Sí, mi hijo —replicó Elena con firmeza.

No se habló durante un largo rato. Por fin, aceptaron ambos tácitamente una ficción, hablaron de cosas indiferentes y como antiguos amigos que acaban de encontrarse al cabo de mucho tiempo de ausencia.

¡Qué desgraciados habían sido! He aquí lo que no expresaban, pero lo que ambos comprendían.

—¿Eres feliz hoy? Dímelo —dijo Mieres en voz muy baja, muy baja, viendo que el niño, repuesto del susto, volvía a sus juegos.

—¡Feliz! ¡Solo por mi hijo!… Fernando, no es posible que ya nos veamos, ¡no, esto no es posible!…

—Siempre te he amado.

Ella lo oyó entre lágrimas, y contestó:

—Yo solo… ¡a mi hijo!

—Te he estimado siempre, Elena, te estimo, te venero… No, lo sé, no puedes temer que jamás deje de respetarte… ¿Por qué no he de decírtelo? Te amo… ¡te amo! Quisiera, quisiera… ¡Si no me atrevo a decírtelo!

—¡Sé fuerte, Fernando… mío, sé fuerte! ¡Jamás dudé de ti!… ¡No por ambición…! Siempre lo he pensado… Fue por deber… Adivino lo que quieres… Pues tenlo entendido: mi esposo es digno, es independiente, un industrial bueno y trabajador… Nada es necesario, ni nada debes hacer… Ama mucho más por mí a tus hijos… Yo amaré más si cabe al mío… ¡Adiós! ¡No te olvides! ¡No te olvidaré!… ¡Adiós! —dijo con vivísima emoción Elena.

Y luego en alta voz llamó a su hijo:

—Federico, niño, vámonos, que es tarde.

Luego el niño llegó, besó a Mieres, Elena le tendió cariñosamente la mano, y cuando ya iba a separarse de Fernando, le entregó un ramito de violetas frescas, olorosas, lindísimas, que había formado con las que el niño había cogido entre el arbustaje.

—¡Adiós, adiós para siempre! —dijo Elena con ternura. Y luego, con entereza y firmeza añadió imperiosamente—: ¡Para siempre!

Fernando Mieres replicó también con ruda decisión y profundamente resignado: «¡Para siempre!».

Luego besó aquel ramo, enjugose los humedecidos ojos y lanzó un fuerte suspiro.

 

Con las violetas llegó a su casa, con las violetas en la mano penetró un poco después en su coche de ministro, con las violetas entró en el despacho del Ministerio, y allí, sobre la mesa, a la mano tuvo el fresco ramito… No quería desprenderse de él, lo miraba con delicia, lo aspiraba con deleite: ¡era aquel color delicado, era aquel perfume exquisito, eran aquella belleza y aquel aroma, el recuerdo del ideal más puro de su vida!

No se cuidó de lo que pudiera decirse al verle las gentes con aquellas florecillas en la mano, y con el ramito entró en el Parlamento, tomó asiento en el banco azul, y no dejó sus violetas sino en el momento en que tuvo que replicar vehementemente a uno de los oradores de la oposición.

Pero el ramito quedó allí, sobre el pupitre ministerial.

El discurso fue ardoroso, lleno de pomposa aguzada dialéctica, picante sal epigramática, fiera travesura, ¡magnífico! Resonaron de continuo los aplausos, las protestas de unos, los elogios de otros, las iras de aquellos, las risas de estos, la admiración de todos.

Mieres estaba sofocado, erguido, gozando del triunfo, satisfecho ante el abatimiento de sus adversarios y la alegría de sus amigos… Toda la gente aquella se revolvía, los rumores eran ruidosos. Casi todos los diputados fueron al banco azul a felicitar al ministro. La resonancia de aquel discurso, el efecto teatral de aquel acto político, duraron hasta mucho después de terminada la sesión.

Sin duda, uno de los violentos ademanes del orador debió de dar en el ramito de violetas, que cayó del pupitre al suelo y luego fue pisoteado, primero por los pies de todos los diputados que se habían acercado al banco azul a felicitar al ministro, y por fin por los de casi todos de la Cámara y tal vez por el mismo Fernando…

Al día siguiente, era recogido en las barreduras del salón y echado por los mozos de limpieza a la basura de la Cámara.

Por esos mundos, 1905


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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