Los suicidios


Read by Alba

(4.5 stars; 5 reviews)

Leía hace pocas noches, en la gacetilla arlequinesca de nn periódico, la noticia de un suicidio recientemente acaecido. El párrafo en que se da cuenta del suceso desgraciado, mueve con descaro las campanillas agudas del bufón; refiere aquel suicidio con la pluma coqueta y juguetona que se empleó poco antes en referir una cena escandalosa o una aventura galante de la corte; habla de la muerte con el mismo donaire que usaría para describir, en la crónica de un baile, el traje blanco de la señora de X. Trátase de un joven que en el primer día de camino, se postra de fatiga y arroja con desdén el nudoso bordón que le ha servido; de una madre que llora sin consuelo, mirando vacío en el hogar el hueco, aún tibio, que ocupaba su hijo; y todo esto se refiere sencilla y alegremente, con la sonrisa en los labios, saboreando el delgado cigarrillo que se ha encendido para salir del teatro. Esta nerviosa carcajada, que no es la de Lucrecio al mofarse con ira de sus antiguos dioses; que no es la de Lord Byron al sentir rodeado su espíritu por los anillos recios de las víboras que devoraban el cuerpo de Laoconte; que no es la de Gilbert al acercarse, circuido de rosas, a la tumba; que no puede compararse a nada de ésto, porque no la engendran ni el dolor, ni la duda, ni el escepticismo, me parecía la risotada de un imbécil ante la fosa llena de cadáveres. Y apartando de mi vista la hoja impresa, recordé con repugnancia el Decamerón de Bocaccio, apareciendo en los días de la peste de Florencia.

La epidemia que ahora nos devora es más terrible aún que la que diezmaba a los infelices florentinos, cuando se publicó el desvergonzado libro de Bocaccio. El suicidio ya no es un hecho aislado: es una peste. No sé qué extraña concatenación, qué misteriosa complicidad liga estos crímenes; pero no vienen solos, el uno sigue al otro, se dan alcance, como si el suicidio fuera una enfermedad contagiosa, a modo de la fiebre. Precisa averiguar cuál es el Ganges que produce estos miasmas ponzoñosos. En el monólogo de Hamlet, que es uu precioso dato sobre la idea del suicidio en el siglo XVI, se perciben claramente los terrores de la duda. Hoy al abrirse las puertas de la eternidad, no se pregunta nadie cuál podrá ser el sueño de la tumba. Se muere con la sonrisa en los labios, paladeando las gacetillas románticas y almibaradas en que se dará cuenta al público del acontecimiento. Nuestro moderno Hamlet, después de almorzar suculentamente, no formula el to be or not to be, toma el veneno, y si es franco, si es sincero, escribe a algún amigo una carta, como esta que yo guardo en el más secreto cajón de mi bufete:

«Caballero: voy a matarme porque no tengo una sola moneda en mi bolsillo, ni una sola ilusión en mi cabeza. El hombre no es más que un saco de carne que debe llenarse con dineros. Cuando el saco está vacío no sirve para nada.

Hace mucho tiempo, cuando yo tenía quince años, cuando temblaba al escuchar el estampido de los rayos, creía en Dios. Mi madre vivía aún, y por las noches, antes de acostarme, hacía que de rodillas en mi lecho, le rezara a la Virgen. Perdone Vd. que las líneas anteriores casi vayan borradas; cuando pienso en mi madre, las lágrimas se saltan de mis ojos.

Todavía me parece estar mirando la ceremonia de mi primera comunión. Muchos días antes me había estado preparando para este solemne acto. Yo iba por las noches a la celda de un sacerdote anciano que me adoctrinaba. ¡Cuan pueriles temores solían asaltar mi pobre pensamiento en esas noches! Puedo asegurar que mi conciencia era entonces una página blanca, y sin embargo, la idea de comulgar en pecado me aterrorizaba. Al salir por el claustro silencioso, sólo alumbrado a trechos por una que otra agonizante lamparilla, andando de puntillas para no oír el eco de mis pasos, se me figuraba que las formas gigantes de prelados y monjes, desprendidas de los enormes lienzos de la pared, iban a perseguirme, arrastrando pesadamente sus mantos y sotanas. Una noche—la noche en que me confesé—todos estos delirios de una imaginación enferma, desaparecieron; salí regocijado de la celda, como llevando el cielo dentro de mi espíritu. Ahí estaban los prelados con sus mitras, y los monjes, ceñida la correa, calada la capucha, inmóviles y mudos en los cuadros colosales del gran claustro; pero en vez de perseguirme con adusto ceño, me sonreían, al paso, cariñosamente. ¡Qué blanda noche aquella! Al amanecer del día siguiente, me llegué a imaginar que las campanas repicaban el alba dentro de mi pecho. Parece imposible, caballero, que una superstición y una mentira puedan hacer felices a los hombres.

Hoy me hallo a diez mil leguas de aquel día. Durante este paréntesis obscuro, me he dedicado con empeño y con ahínco a estudiar el gran Libro de la Ciencia. Como una dama después del baile, en el misterio de su tocador iluminado por la discreta luz de sonrosada veladora, se despoja de sus adornos y sus joyas, así me he desvestido de las sencillas creencias de mi infancia- En cada libro, como las ovejas en cada zarza, he ido dejando, desgarrado, el vellón de la fe. Y ¡es tan triste el invierno de la vida cuando no se tiene ni una sola creencia que nos cubra! Las ilusiones son la capa de la vejez.

Mientras yo creí en Dios, fui dichoso. Soportaba la vida, porque la vida es el camino de la muerte. Después de estas penalidades — me decía—hay un vacío en que se descansa. La tumba es una palma en medio del desierto. Cada sufrimiento, cada congoja, cada angustia es un escalón de esa escala misteriosa vista por Jacob y que nos lleva al cielo. Yendo camino del Tabor, bien se puede pasar por el Calvario. Pero imáginese Vd. la rabia de Colón, si después de haberse aventurado en el mar desconocido, le hubiera dicho la naturaleza: ¡América no existe! Imagínese Vd. la rabia mía, cuando después de aceptar el sufrimiento, por ser éste el camino de los cielos, supe con espanto que el cielo era mentira. ¡Ay, recordé entonces a Juan Pablo Richter! El cementerio estaba cubierto por las sombras; bostezaban las tumbas y abrían paso a los espíritus errantes; nada más los niños dormían en sus marmóreos sepulcros. Ahí, el cuadrante de la eternidad, sin aguja, sin números, sin más que una mano negra que giraba y giraba eternamente. Un cristo blanco, con la blancura pálida de la tristeza, alzábase en el tabernáculo. ¿Hay Dios?— preguntaban los muertos. Y Cristo contestaba: ¡no! Los cielos están vacíos; en las profundidades de la tierra sólo se oye la gota de lluvia, cayendo como eterna lágrima.— Despertaron los niños, y alzando sus manecitas exclamaron:—¡Jesús, Jesús, ¿ya no tenemos padre? Y Cristo, cerrando sus exangües brazos, exclamó severo:

—Hijos del siglo: vosotros y yo, ¡todos somos huérfanos!

A esta terrible voz que descendió rodando por las masas de sombras apiñadas, cerráronse las tumbas con estrépito, los cirios se apagaron de repente, y la terrible noche tendió su ala de cuervo sobre el mundo.

¡Hijos del siglo, todos somos huérfanos!

¡Cuántas veces, caballero, he repetido en mis horas de angustia estas palabras! ¡Todos somos huérfanos! Mi alma está entumecida, y necesita para seguir moviéndose, el calor de una creencia. Pero he despilfarrado mi caudal de fe, y en el fondo de mi corazón no qaeda un sólo ochavo de esperanza. Soy un bolsillo vacío y una conciencia sin fe. Cuando el saco no sirve para uada, se rompe. Esto es lo que hago.»


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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