Artículo 52


Read by Alba

Tenía que matarlo esa tarde. Ni un día después que esa tarde. Se lo habían notificado por última vez, en esa forma imperceptible que usan los penados para conversar entre sí, cuando salieron en formación para trepar a las plataformas del tren Decauville que va del presidio al Monte Susana. El 288 debía matar al guardián Listoich. Y el 288 era él. Antes se llamaba de otro modo. Tenía nombre como lo tiene la gente. Antes, cuando vivía en la vida, cuando un juez de Buenos Aires no le había aplicado todavía el artículo 52, mandándolo al Sur en el sollado de un transporte, con otros cincuenta que también llevaban hierros en los tobillos.

El convoy avanzaba trepidando a lo largo de la costa. Un convoy cargado de hombres vestidos de trajes rayados y erizado de fusiles. La brigada de presos mandada diariamente allá arriba para desmontar y hacer leña. Miró hacia delante. Le había correspondido ir sentado del lado del mar, y le castigaba rudamente el rostro aquel cierzo del sudoeste que parece la gélida respiración de los abismos del polo. Bajo y plomizo, el cielo huraño copiábase en las aguas de cinc de la bahía. Allá al frente, los picos de la Isla Navarino desdibujábanse hundidos en grises masas de vapores, densos y pesados como trozos de sucio algodón. Más lejanos, los geométricos contrafuertes de la península Dumas, manchados de inmóviles neveros, parecían flotar fantásticamente, como conos truncos de montaña, en un océano de niebla, bajo la tétrica luz del otoño austral. Ya conocía esos nombres de tanto haberlos escuchado en el cotidiano ir y venir del penal al monte y del monte al penal. Lo que nunca había contemplado era la floresta enrojecida como aparecía ahora. Como una fabulosa piel flava, bermeja, escarlata, la selva vestía la fosca piedra de los cerros hasta el mismo mar. Del sábado al lunes, la estación y la escarcha habían teñido de sanguinolentos matices aquel manto vegetal que descendía, por partes, en largos girones rojos como ríos de mortecino fuego desprendidos de las plateadas crestas. Nunca había visto el espectáculo de la floresta roja. Era nuevo todavía en el Sur. Pero ya tendría de ver aquello muchas veces. Muchas. A menos que . . .

Medio adormecido por el ritmo de la marcha, seguía pensando. Pensamientos y recuerdos se confundían, fragmentarios y vagos, allá en su interior. Le habían aplicado ese artículo 52 del código, cuya sola mención deja exangües las caras de los encausados reincidentes y abre una sombría pausa en las conversaciones de los que esperan en Villa Devoto la terminación de su proceso. Artículo 52; se lo sabía de memoria. Tantas condenas y la reclusión en los territorios del Sud. Accesorio de pena. Y ahora él estaba allí. El 288 para siempre en Ushuaia. Para siempre. Hay palabras que sólo descubren su implacable sentido en ciertas situaciones morales. Para siempre recluido en el Sur.

Repechaba el convoy la áspera cuesta del monte, rechinando sobre las mal estabilizadas vías. Allá arriba, sierra, hacha y cuñas, bajo el ojo receloso de los guardianes, siempre listos para voltear de un tiro al primero que haga un movimiento sospechoso o que se acerque más de lo reglamentario al vigilante próximo.

Y él debía acercarse. El 288 tenía que matar a Listoich esa tarde. Era la sentencia del presidio; y nadie ignora que el presidio cumple sus sentencias en el condenado o en el remiso ejecutor. En el patio de descanso, en la galería de un pabellón, en un claro de la selva, en cualquier parte, el presidio hace cumplir su ley. Ya sabía él lo que eran esos llamados cautelosos que cambian siniestras contraseñas, los lerdos movimientos que van agrupando hombres de expresión indiferente alrededor de la víctima designada. Después, un revuelo súbito, gritos, algún disparo de armas, el asalto brutal de los guardianes, que golpean sin piedad y sin mirar. En el suelo queda, exánime o agónico, un montón de carne y huesos quebrantados y sangrientos.

* * *

Como todos los días, se distribuyó la gente en el monte y empezó el trabajo interminable que a media tarde deja a su hombre roto de bárbaro cansancio. El otoño despojaba los fagus y había llovido el suelo de hojas rojas como aplastados goterones de sangre. Los pies se hundían en la fofa alfombra escarlata tendida entre la mata de leña dura y los macizos de calafate, espesos y espinosos como un maquis. Las voces perentorias y roncas de los guardianes distribuyeron los grupos, ordenando la faena. Y ésta se cumple sin respiros hasta que el silbato da el alto. La sierra manejada por dos hombres, secciona el tronco robusto, fuste del espléndido capitel vegetal que se despliega armoniosamente en la altura. Cae el árbol con sordo retumbo entre chasquidos de frondosidades que se quiebran; entonces entran a jugar las hachas, que a filo limpian al tronco del ramaje hasta convertirlo en cilindro toscamente desbastado, cuerpo mutilado de una arrogante vida de la selva. Vuelven las sierras a funcionar, cortando el rollizo en trozos, tallando la carne viva del árbol que se empapa en jugos vegetales, como un cuerpo humano en la sangre derramada por las reventadas arterias. Y otra vez las hachas y las cuñas, manejadas por manos rudas y brazos enflaquecidos, reanudan su tarea. Rompen, trozan, trituran, hasta que el árbol queda transformado en un montón de astillas olientes a ásperas savias. Es la "raja", la leña que alimentará cocinas y estufas en los terribles meses del invierno fueguino.

Y el trabajo adelanta en lúgubre silencio. Ni una palabra, ni una risa, pone su acento de humanidad en aquella faena sin estímulo ni alegría. Al fulgor triste que el día plomizo filtra en la floresta, se destacan los rasgos tirantes de rostros sombríos, los torsos curvados, el ángulo flaco de un hombro, el trágico ensimismamiento de ojos que parecen mirar hacia dentro. El sordo rechinar de la sierra que muerde en la carnadura del árbol, el ludir de hierro contra hierro cuando el hacha percute la cuña, el rumor de los gajos destrozados cuando el árbol caído es despojado de su ramaje. Y nada más. A veces, una tos cavernosa que delata el progreso de la tuberculosis, proveedora constante del cementerio que todos han visto al pasar, allá abajo, rectángulo cubierto de blanquecinas cosas. Cuando un toque de silbato detiene momentáneamente el trabajo, parece escucharse la fluencia silenciosa del tiempo que se evade.

* * *

Ocurrió justamente lo calculado. El equipo del 288 trabajaba a la vera de una veguita, bien alejada del campamento, especie de abra herbosa abierta como una cesura en la precipitación selvática. Son cinco hombres; dos tiran de la sierra y tres manejan las hachas. El 288 es hachero. Al levantar la herramienta, haciéndola relampaguear en el aire, y al dejarla caer sobre el cuerpo leñoso saturado de zumos, la observa con inusitada atención. El filo, ancho y claro, lanza metálicos reflejos cuando hiende el espacio; el macho, macizo como un bloque, carga en el golpe la gravitación de su peso cuando cae volteada por el brazo. "Con esa hacha — piensa — tiene que matar un hombre".

El guardián está a unos diez pasos, fumando, las manos apoyadas en el máuser, la mirada avizora bajo las peludas cejas. El yugoeslavo Listoich sabe con quiénes tiene que habérselas y no se descuida. Desde hace cierto tiempo siente a su alrededor la cautelosa reptación del odio que lo acecha. Claro que se la tendrán jurada; pero no es cosa fácil hacérsela a un hombre como él. Tiene el brutal orgullo de sus dos metros de estatura, de un tórax ancho y alto como una coraza, de los músculos que se le hinchan bajo las mangas del rudo uniforme. Y lo que es a coraje — rumia en sus cavilaciones — no le va a ganar ninguno de aquellos perros agachados sobre la faena, sudando su fatiga a pesar del aire glacial. "Con todo — se advierte mentalmente una vez más — , no hay que dar ocasión". Su instinto le viene insinuando que algo se trama por allí. Alguna cosa le ha parecido notar en la conducta de los penados, indicio que excita con su impreciso alerta la sistemática desconfianza del guardián. Claro que si premeditaran algo, aprovecharían la soledad del monte para intentarlo. Los observa receloso, fijos los ojos en el grupo taciturno; pero no percibe que sus propios pensamientos distraen su atención. Las imágenes de fuera comienzan a no entrar en su cerebro. Se quedan en las retinas.

Los otros también lo espían de soslayo, torvos, haciendo derivar lentamente el lugar del trabajo hacia su apostadero. Es una meticulosa labor de astucia y disimulo que sólo se aprende cuando se ha vivido largos meses tras de los muros del presidio, bajo un régimen de implacable ferocidad.

Esa tarde debe morir Listoich. Una vez más, la palabra conminadora ha sido murmurada por unos labios, para circular de hombre en hombre hasta llegar al 288. Esa tarde tiene que ser. En muchos ojos asoma el brillo sombrío de la venganza triunfante. El 288 se siente duramente hostigado por un círculo de miradas. Alza el hacha que fulge en el aire, parte de un golpe el tronco tendido a sus pies, entre la hojarasca rojiza desprendida de los árboles; y piensa, asediado por la idea obsesora. Con esa hacha matará a Listoich. No se le ha ocurrido que podría no hacerlo. Lo matará. Con el filo o el martillo; la técnica del presidio es ecléctica. Algunos sostienen que el golpe de maza sobre el cráneo es más expeditivo; el hombre se tumba sin lanzar un grito, dando tiempo para repetir el golpe antes de que nadie acuda en su protección. Otros entienden que un hachazo bien asestado al cuello lo concluye todo con limpieza y rapidez; la filosa lámina corta carne y músculos como una navaja de afeitar; si encuentra al paso las vértebras cervicales, las troncha netas hasta la decapitación. Esas cosas las ha escuchado el 288 en las aleccionadoras conversaciones del presidio, donde la desdeñosa experiencia de los veteranos trasmite a los novicios sus caudales de saber vivir. Pero no sabe cómo hará. Matar, claro, matará. Allí no queda otra cosa, a menos que acepte lo otro. Y si sale mal el ataque, tanto da quedarse en el presidio como debajo de la tierra. Artículo 52; para siempre en Ushuaia. Con todo, lo agita sutilmente un recóndito estremecimiento cuando recuerda que dentro de unos instantes tendrá que ser. Con taimada insistencia, el equipo ha ganado unos pasos más en dirección al guardián. Flota en el aire una siniestra pausa expectante. Ha funcionado el misterioso telégrafo de la cárcel y todos esperan lo que no tardará en ocurrir, listos para cooperar en la ejecución del plan.

El 228 mira de reojo al vigilante; si no lo voltea del primer golpe, ni esperanzas de poder repetirlo. Ya se ve hecho un pelele entre las manos del gigante. Además, no sabe por qué, no siente ahora ese apasionado aborrecimiento que durante días y noches no lo ha dejado ni dormir. Si pudiera . . .

Revisa mentalmente los cargos que se imputan al condenado para cargar de odio su claudicante resolución. Listoich es el verdugo del presidio y está rodeado de una leyenda de abominables proezas. Cuando el alcaide Farioli volvía borracho y lanzaba a los guardianes su fatídica frase "¡Hay que meterle teledro!", el yugoeslavo Listoich era el primero en acudir para recibir las instruccíones que luego poblaban de clamores algún pabellón. Listoich fue quién, de entrada, rompió los dientes, pateándole la boca, al 365, un muchachón de Buenos Aires que había sido boxeador. Y lo hizo sin motivo, de bruto, para poder decir, jactándose, a la víctima: "Así tratamos aquí a los boxeadores". ¿Y no fue Listoich quién inventó el castigo con los gruesos cerrojos de hierro que cierran exteriormente las puertas de las celdas? La verdad, el hombre se había ganado cualquier cosa.

Pero aquello de los perros decidió su condenación. Ahora sí que, al recordarlo, el penado sentía la marea de una rabiosa cólera ascenderle desde lo profundo del alma. Los presos que trabajaban en el monte tenían algunos perros, conseguidos quién sabe cómo, alimentados con los restos de la "tumba", dejados por la noche en el campamento para encontrarlos al día siguiente. Hay que saber lo qué es para un penado tener algo suyo, no sometido a la reglamentación del penal. Las personas que se envanecen de ser inaccesibles a lo que llaman sentimentalismo, suelen hacer consideraciones burlonas sobre la amistad que puede establecerse entre un hombre y un animal. Naturalmente, cuando se vive la existencia de todos, en las condiciones de todos, ciertas cosas no se comprenden. Un animal es eso, precisamente: un animal. Pero para un animal, allá en lo alto del monte, un penado no es un penado: es un hombre. Es posible que algunos perciban la diferencia.

Nunca se conocieron las razones que tuvo la dirección de la cárcel para disponer la supresión de los perros. Claro que estas cosas se hacen sin imponer de causas a los que tienen que aceptarlas. La orden, sin embargo, cayó mal hasta entre los guardianes; no era que a ellos los conmovieran ciertos sentimientos, pero aun entre los más brutos se abría penosamente camino la noción de que aquello suponía una inútil crueldad. Se mostraron reacios a cumplirla, hasta que Listoich la tomó por su cuenta. Delante de todos, contenidos por los fusiles apuntados, el yugoeslavo consumó la matanza, con la acompasada frialdad que caracterizaba todos sus actos. Llamaba al animal con un gesto y una palabra amistosos, y cuando lo tenía cerca, lo volteaba de un balazo de revólver. Y hasta llegó en cierto caso a suspender la ejecución con brutales chanzas dirigidas al dueño de la próxima víctima. El perro era del 288. Ese día hubo un conato de sublevación, que provocó muchas palizas y celda obscura para unos cuantos. También quedó resuelta la muerte de Listoich.

* * *

Insensiblemente, el equipo habíase aproximado a una isleta de robles, situada a cierta distancia del calvero donde trabajaban los otros, ocupados ahora en apilar las rajas que más tarda debían ser cargadas en las plataformas rodantes, Listoich, siempre apoyado en el fusil, contemplaba abstraído la maniobra de los penados. Dos de ellos aplicaban la sierra a una encina imponente, verdadero gigante de la selva fueguina, cuya copa abríase a treinta metros de altura. Con la ayuda de los dos restantes, el 288 atacó a un ejemplar vecino, todavía más inmediato al guardián. Apenas tres pasos lo separaban de él.

— ¡Ahora! — leyó en los ojos de los penados.

— ¡Ahora! — se dijo a sí mismo, y su mano tembló sobre el cabo de la herramienta.

Algo debió de sobresaltar al guardián, quien clavó en ellos una mirada inquieta. No sospechaba nada: pero lo puso en guardia cierta confusa intuición del peligro. Cayeron las hachas sobre el tronco y saltaron trozos de corteza y blancas astillas como una lluvia de gruesas escamas. El guardián, tranquilizado, volvió a su quietud anterior. Miraba sin ver.

Otra vez la intimación ya rabiosa fulguró en los ojos sombríos. El 288 miró de nuevo el hacha; dentro de unos segundos caería sobre el hombre. Un salto, y todo estaba hecho antes de que el otro tuviera tiempo de echarse el arma a la cara. Se dispuso.

Sintióse retenido por una honda flojera que le paralizaba la voluntad y parecía ablandarle el cuerpo. No era miedo. Era impotencia de obrar. Sabía que apenas derribara a Listoich estallaría furiosamente el motín entre los penados para impedir que se prestara socorro al caído. Algunos heridos, muertos tal vez, después castigos feroces por días, semanas, meses, si es que el cuerpo da para aguantar tanto. Y ¿con qué objeto? Hizo un esfuerzo para movilizar otra vez en su ánimo las reservas de odio acumuladas contra el guardián. No pudo. Aquel resorte de allá dentro no respondía a la apelación. No despertaba ese ímpetu homicida que lanza, a veces, al hombre contra el hombre como a la fiera sobre la presa. Invadíalo esa profunda lasitud, ese desánimo que arrebata a ciertos enfermos hasta el anhelo de defenderse contra la muerte. Tenía que matar, pero no quería matar. "No sabía matar". El descubrimiento cruzó relampagueando por su cerebro. ¿Cómo no había pensado antes en ello? Hay hombres orgánicamente incapaces de matar a orros hombres. Él era de esos. ¿Qué podía hacerle? No es que sintiera piedad hacia el guardián. Habríase alegrado como cualquiera de que un árbol cayese sobre Listoich, rompiéndole el espinazo contra el suelo. Pero no le nacía de la voluntad el impulso que hace falta para aniquilar una vida. Por un instante, abrigó la esperanza loca de que ocurriera algo que lo librara de aquella obligación si- niestra que se sentía incapaz de ejecutar.

Para no descifrar el trágico mandato en las miradas que lo dardeaban, levantó la cabeza, lanzando una larga ojeada a lo lejos. La isleta que desmontaban alzábase en un meseta redondeada, colgada en el flanco del monte, desde la cual divisábase allá abajo un ancho triángulo de mar. Derramábase la selva a sus pies como una vibrante cascada bermeja. Sobre las aguas grises, navegando hacia la angostura de Murray, avistábase la vela de una embarcación, — algún "cutter" de Puerto Remolino — empequeñecida por la distancia. Volaban a media altura algunos cuervos de cráneos calvos como buitres. Una bandada de cotorras hundió en el cielo el vértice de su formación de marcha, diseminando en el espacio el rumor de su fugitiva algarabía.

— ¡Ahora! — advirtió con imperceptible movimiento de labios el 246, al agacharse para recoger una cuña. ¿Ahora? Apretó bien la herramienta en sus manos y preparó el brinco. Antes de que Listoich moviera la ca- beza se la partía de un hachazo...

No pudo. Quedó inmóvil en el sitio. Un grito de alerta le permitió esquivar el cuerpo al gran árbol que caía entre chasquidos de astillas rotas y desgajadas ramas. El guardián también retrocedió con apuro, empuñando el arma y convertido de nuevo en una recelosa bestia de presa. Lo miró fijamente, como si hubiera sentido pasar sobre su cabeza el marrado aletazo de la muerte. Después, con un gesto y un insulto los empujó a todos hacia atrás.

Oportunidad perdida.

Reanudaron el trabajo más allá. Buscó el 288 en los ojos de los otros algún indicio de la impresión causada por el fracaso. Ni una mirada se cruzó con la suya. Ni un murmullo llegó a sus oídos. Cada cual aplicábase a la tarea común con ceñuda atención. En sus semblantes, mudas máscaras de piedra, inexpresivos como las caras de los ciegos, leyó la feroz hostilidad que ya no había de cesar hasta que se cumpliera la venganza del presidio. Adivinó el pensamiento único que aullaba en aquellas cabezas. Muerte. La muerte para el 288. Casi se dejó arrastrar por el impulso absurdo de volver atrás y lanzarse sobre Listoich, ocurriese lo que ocurriera. Al fin, era cuestión de morir ahora a manos del uno o ser sacrificado más tarde a la rabia de los otros. Pero tampoco su cuerpo obedeció esta vez. Nuevamente experimentaba aquella desoladora incapacidad para la acción que antes lo paralizó en el sitio. Desesperado, miró a su alrededor. Una voz, una mirada, lo habrían arrancado a aquel marasmo. Nada. Estaba solo; roto el lazo de camaradería, que es lo último que sostiene moralmente al penado. Solo. Sutilmente, algo desprendíase dentro de sí, desdoblándose hacia fuera en una nueva personalidad que lo observaba como si fuese alguien recién visto por vez primera. Él era eso. Como por un rasgón abierto en aquel muro de soledad y espacio que lo cercaba, se vio a la distancia, como era antes, como había sido en la vida, entre los hombres que la ley no arroja al presidio, aun no despojado de todo lo que pone en la existencia un calor de humanidad. Y se contemplaba otra vez allí, con la inmensa piedad que le inspiraba esa piltrafa animada y mísera, perdida entre la enemistad de los hombres y la indiferencia hostil de las cosas. Hubiera llorado. ¿Pero quién llora bajo el traje de cebra?

Antes de media hora sonaría el silbato para el rancho. Sabíase condenado; implacablemente condenado. Restábanle — calculó con extraña frialdad ahora — algunos días, algunas semanas, tal vez. Pero siempre, día y noche, en adelante, la muerte merodearía como un perro hambriento a su alrededor. No había escape. Viviría de prestado lo que le dejaran vivir.

Sorprendióse razonando con tanta tranquilidad, como si se tratara de otra cosa y de otro hombre. Curioso, eso de obstinarse en llamar vida a ese correr del tiempo sin esperanza y sin fin. A la congoja anterior sucedía ahora una sensación de varonil conformidad con lo que pudiera venir. Después de todo, cualquier salida era preferible a la indefinida marcha por aquel negro túnel en que caminaba su alma desde que lo embarcaron allá. ¡Para lo que tenía que perder! Deseó que lo asaltaran enseguida aquellos que lo acosaban como a una res destinada al matadero. Se abandonaba y sentíase flotar como en las aguas tibias de un lento río que derivase hacia lo desconocido. ¿Adónde? No le importaba. Hasta sentía cierta amarga satisfacción en burlar la sentencia. Artículo 52; accesorio de pena. Para siempre en Tierra del Fuego. ¿Para siempre? Bueno; pero debajo de tierra. Morir, bien vistas las cosas, es una evasión. Descargó el hacha sobre el tronco y una lluvia de astillas le castigó el rostro. Empezó a silbar bajito. Tan bajito que ni se alcanzaba a oír.

 De: "Terror. Cuentos rojos y negros".


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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