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La Princesa bizantina

Gelesen von Alba

(4,7 Sterne; 10 Bewertungen)

Cábeme la honra de contar la historia del caballero franco Brandimarte de Normandía, flor de la nobleza cristiana y vástago de una gloriosa familia. Su larga vida sin mancha, rota al fin, es tema para un alto ejemplo. Llamábanle a menudo Brandel. Hagamos un silencio sobre el galante episodio de su juventud que motivó este nombre, y que el alma dormida de nuestro caballero disfrute, aun después de nueve siglos, de esa empresa de su corazón.

Tenía por divisa: La espada es el alma, y en su rodela se veía una cabeza de león en cuerpo de hiena (el león, que es valor y fuerza, y la hiena, animal cobarde, pero en cuya sombra los perros enmudecen). Su brazo para el sarraceno infiel fue duro y sin piedad. De un tajo hendía un árbol. No sabía escribir. Hablaba alto y claro. Su inteligencia era tosca y difícil. Hubiera sido un imbécil si no hubiera sido un noble caballero. Partía con toda su alma y honor de rudo campeón, y estuvo en la tercera cruzada, en aquella horda de redentores que cargaban la cruz sobre el pecho.

Adolescente, sirvió el hipocrás en la mesa del barón de la Tour d'Auvergne, nombre glorioso entre todos: túvole el estribo con las dos manos (estribos de calcedonia, ¡ay de mí!) e hizo la corte a la baronesa, puesto que su paje era.

Treinta años tenía cuando llevó a cabo las siguientes hazañas:

En Flandes arrebató la vida a quince villanos que le asaltaron en pleno bosque.

En España aceptó el reto del más esforzado campeón sarraceno y le desarzonó siete veces seguidas, resultas de lo cual obtuvo en posesión admirable doncella, pues el infiel, en su orgullo, insensato, había puesto por premio a quien le venciera la propiedad absoluta de su prometida en amor. El paladín rescatóla mediante diez mil zequíes que Brandimarte llevó consigo a Francia en letras de cambio.

Un caballero colgó de la almena de su castillo a una hechicera judía. Desde entonces su salud fue extinguiéndose en el deseo de una duquesa que obtuvo hospedaje el mismo día de la ejecución. En vano imploraba el caballero tregua a ese encanto que de tal modo le era fatal. Brandel, buscando aventuras, llegó al castillo, y conociendo enseguida que la ingrata era tan sólo la hija vengativa de la hechicera, así transformada por sutiles filtros, libró combate con ella, cosa no desdorosa para su honor si se considera que la judía convirtióse en león de los desiertos, primero, luego en monstruo antiquísimo, después en desordenada piedra de granito, y así en diversas cosas y animales, hasta que -olvidada del renombre del guerrero normando- cobró cuerpo y forma de paladín sarraceno, en cuya encarnación Brandimarte llegó a él con tal atroz golpe en la cabeza que la espada partió yelmo y cabeza, hundiéndose hasta la gorguera.

En cuanto al castellano, ya presa del fatal hechizo, convirtióse instantáneamente en una enflaquecida y agonizante joven que fue -arrastrándose y con los ojos fuera de las órbitas- a morir sobre el alto pecho del guerrero.

Esto pasó en Alemania.

En Palestina arrancó con un grande ademán la túnica sagrada a cuatro caballeros templarios que abrasaron sus almas en la llama ardiente del sacrilegio. Tal era el fuego de su noble ira que los templarios sintieron miedo, bajando la cabeza.

Y la hazaña última de Brandimarte fue aceptar en combate singular el reto cotidiano del más glorioso, valiente y caballeresco campeón de la Cristiandad, el rey Ricardo de Inglaterra, Corazón de León. ¿Preciso es decir a qué breve distancia de la muerte estuvo ese día el alma del caballero franco? Su valor en esa lucha adquirió timbre más claro, ya que su honor no podía tenerlo más.

Así guerreando en ésta y otras empresas que dieron lustre de oro a su nombre, el tiempo pasó. Brandimarte llegó a tener setenta años, bien que su brazo fuera todavía terror de infieles y culto de cuantos por él se vieron libres de cautiverio. Su inteligencia, ya pobre en los ardientes años juveniles, disminuyó. Pero esa misma negación hacía más rectos sus golpes, más conmovedora su sencilla ley de honor. No daba perdón ni tregua a los enemigos de la Santa Cruz. Desafiaba sin dudar un momento a los perjuros y a los que abusaban de su fuerza. No ofendía a nadie por malicia, y como estaba privado de claro discernimiento, la razón de sus golpes era tan pura como su deber de caballero.

En esta época de su vejez corrió por todo Occidente la noticia de que la princesa bizantina había sido robada. El Imperio Griego gemía de desolación. ¿Cómo? ¿cuándo? ¿quién?... ¡Ah! la princesa viajaba en su bella galera. Una tempestad sobrevino y la alejó de tierra. El conde de Trípoli que paseaba por el mar hacía cuatro años el dolor de su prometida muerta, acudió con su flota y contempló atónito la hija de emperadores. ¿Pero qué es una condesa de África, sea su linaje el más claro y su hermosura la más radiante o llorada, al lado de una princesa bizantina? El Conde cayó de rodillas ante ella, loco de pasión, jurando que perdería una a una las provincias de su reino si no lograba su amor. El mar deshonrado apaciguó sus olas, y la flota de púrpura navegó con el sol poniente hacia las costas tibias del Sur.

El ánimo de los caballeros de Occidente se exaltó en escaso modo ante tamaño ultraje. Guardaban hondo rencor al Imperio, a su egoísmo, y a su emperador. La mala fe con los primeros cruzados estaba aún fresca en sus memorias; la nobleza franca temblaba aún de altivez con tales recuerdos. Después de todo, aunque cristiana la princesa, no era de ellos vengar agravios que a otros correspondía...

Brandimarte fue, sin embargo. No es posible contar con minuciosos detalles el viaje a aquellas comarcas -la región inhospitalaria en que el odio vigilaba como un hombre desde el torreón de cada castillo-, la fe de que tuvo que inundarse para conservar pura y limpia su alma (vestían él y su palafrén de blanco: el color expresaba fe); el choque con los paladines de Trípoli que día a día aparecían vestidos de hierro en la cuesta lejana del camino, brillando al sol naciente; la altanería del Conde que consintió entregar a la princesa si el caballero franco triunfaba de los tres campeones en más alta gloria de valentía, el encarnizado combate que Brandel libró con ellos, la muerte de éstos, y por último la brillante victoria que obtuvo sobre el mismo monarca, pues el Conde, al ver yacentes en la arena a sus tres campeones, bajó del estrado con altivo continente, y alzando la voz orgullosa ofreció a los príncipes y a cuantos le miraban en aquel momento la sangre de nuestro paladín, en ofrenda a la nobleza consternada por el triple duelo.

Esta hazaña ha sido narrada por más de un poeta avezado en tan difícil arte.

El choque fue tan impetuoso que la princesa se desmayó. Los espectadores, llevados de entusiasmo, se pusieron de pie, gritando con las espadas en alto. Brandimarte había dirigido la lanza al pecho de su adversario; el Conde hizo lo mismo. Las lanzas saltaron en pedazos. Un silencio pasó. Los combatientes volvían al paso al punto de partida. La trompeta sonó de nuevo; los caballos partieron a escape con las narices llenas de sangre, levantando con las patas un reguero de polvo. Y chocaron de pronto en un sordo temblor de carne a que siguieron enseguida dos golpes metálicos, uno detrás de otro. Ambos cayeron, desarzonados. El combate prosiguió a pie sobre la arena blanca. Revolvíanse entre olas de polvo, las hachas caían sobre los escudos como sobre un árbol secular, a dos manos, para voltear de una vez. Las vibraciones del metal enloquecían el aire caldeado, llegaban a los espectadores, se abrían ondulando, como los golpes de una fragua lejana, que el viento trae por bocanadas. La arena brillante de mica se espolvoreaba alrededor de ellos, espesándose hasta ocultarles, rasgada en lo alto por un brazo negro que se detenía un instante, hundiéndose enseguida. Los caballos, alejados al fondo, miraban atentamente, relinchando.

El duelo concluyó. El Conde, en un último segundo de vigor, descargó su hacha. El guerrero normando esquivó el golpe y su adversario cayó. Entonces, en el momento en que el Conde se incorporaba, Brandimarte, reuniendo todas sus fuerzas, levantó el hacha con sus dos manos, y echando el cuerpo atrás, en puntas de pie, dirigió al pecho del Conde tan atroz golpe que el guardacorazón saltó en pedazos y el hacha entró hasta el fondo.

***

El emperador griego iba todas las tardes a sentarse a la orilla del mar. Su vista no se apartaba del Sur; gruesas lágrimas caían de sus ojos, lágrimas por la princesa su hija y último encanto, que nunca más volvería a ver. Cuando en un bello crepúsculo de principio de otoño, una tarde antigua del sur de Grecia que traía hasta la costa el perfume de los mirtos, una vela azul se destacó en el horizonte. El viejo emperador se puso de pie sobre un peñasco y alzó los brazos al mar, temblando de emoción. Él conocía esa vela, sí, sin duda. Era de seda, de azul un poco pálido, que una opulenta caravana condujo desde Bassora. ¡Ella, por fin! La galera avanzaba armoniosamente. La vela dilatada se tendía hacia adelante, en un ancho gesto de plenitud. Sobre la límpida extensión del mar, las olas se rizaban en amplias curvas paralelas hacia el Este; la espuma, antes lechosa, tenía ahora un color y transparencia de topacio, por el sol ya horizontal cuyo disco cortaba a lo lejos con pequeños saltos negros una banda de delfines. En el mismo sol la vela traslúcida se amorataba, exhalando a su paso sobre el mar, como un perfume, el ancho suspiro del viento al atravesarla. El cielo empalidecía. Y este ambiente de paisaje antiguo era preciso a una tarde en que la princesa bizantina regresó en su bella galera y al son de flautas de ébano, después de un año de ausencia.

Bizancio ardió durante cinco días en fiestas espléndidas. El Imperio arrancaba de sus viejos cimientos la suntuosidad nacional dormida en tantas décadas de guerra, y las flotas incendiadas, tardes de hipódromo, fueron ocasión propicia para un brillante desenvolvimiento de las gracias bizantinas. Con una fastuosa noche en palacio terminaron aquellos festivales. Y tanto se agotó en ella el placer, que su recuerdo suele surgir de golpe en algún mísero descendiente de ahora, como un confuso y doloroso sueño de gloria.

He aquí los hechos principales.

El emperador, en su alto trono, dormía, la princesa a su derecha. Más abajo se sentaban los cuatro príncipes reales, Sosístrato, Manuel, Reinerio y Alejo, resplandecientes de oro y estofas pesadísimas, adorables de indolente gracia, reclinadas amorosamente las cabezas una en el hombro de otro, las bocas en suave sonrisa, rojas por el carmín, entrecerrando los hermosos ojos pintados, las cuatro gargantas fraternales descubiertas, libres de todo tejido doloroso, en cuya blancura ardían los cuádruples collares de rubíes.

Sobre la alfombra negra del salón el polvo de oro finísimo que la cubría se había desparramado en manchas espesas como una gran piel de leopardo. Ya hacía seis horas que los juegos duraban; preciso era que los príncipes dieran término a la fiesta, con su propia ejecución. Llegado pues el momento, Sosístrato se levantó, avanzando al medio de la sala.

Entonces entraron silenciosamente tres guerreros vestidos de negro. Avanzaban de la mano, despacio, y se detuvieron inmóviles. La corte se volvió al emperador que, arrancado de su ensueño, sonrió, bajando indulgentemente la mano repetidas veces.

Los guerreros tenían en la mano sus espadas brutales, pero eran ciegos. Sosístrato iba a combatir contra ellos, y por arma esgrimía su abanico. Los negros combatientes desunieron sus manos, siempre en fila. El príncipe alzó el brazo y el abanico se cerró. Pasó un momento. De pronto el frágil juguete golpeó el airón de un casco: la espada se levantó y bajó como un relámpago. ¡Ay! Sosístrato estaba lejos ya.

¿Habrá que decir cuánta emoción despierta un combate en esta forma, y de qué modo el interés se apodera del espíritu?

Pequeñas risas surgían de todos lados. Las espadas eran por demás inútiles, no llegaban nunca. El abanico del príncipe alcanzaba aquí o allí, en cortos movimientos llenos de gracia. Recogía en su mano izquierda el vuelo del pesado manto, avanzaba con maliciosa sonrisa, silenciosamente y en puntas de pie, hamacándose sobre ellos, el abanico en alto. La sala enmudecía entonces. De pronto un golpe rápido ¡tac! en el pecho, y huía con un ligero grito de espanto. Las risas comenzaban de nuevo. El juego era tan malicioso que no había manera de defenderse. Los guerreros se habían dado de nuevo la mano, aislados en medio del Imperio con sus ojos ciegos. Una rabia muda surgía de todo aquel hierro deshonrado por el abanico. Sus golpes eran cada vez más brutales; no decían una palabra y se estrujaban mutuamente las manos.

Delante de ellos, el príncipe continuaba recorriendo la sala a pequeños pasos furtivos, recogía en cada ataque el ruedo del manto sobrecargado de oro dejando al descubierto las cintas de seda rosa alrededor del tobillo, avanzaba, retrocedía, fingía rápidas carreras, todo entre el murmullo de conjeturas que despertaba su juego. Al fin se decidía a atacar; todos callaban. Y en ese silencio que ya conocían, los tres guerreros se apretaban uno contra otro en una gran necesidad de amparo para la miseria común. Pero el golpe breve caía sin darles tiempo, en el yelmo, en el ristre, en los quijotes, y tras el golpe, siempre el pequeño grito del príncipe asustado.

Ciertamente, a los combatientes les era dado defenderse sólo cuando el abanico les golpeara. ¿Cómo, de otra manera, sería posible el juego? El torneo concluyó, y no sin preocupación imprevista, pues los guerreros no abandonaban su sitio. Parecían no oír nada, estrechándose cada vez más fuerte las manos, las cabezas inclinadas, atentas al mínimo crujido de la alfombra, con las espadas temblando.

Cuando la tranquilidad sobrevino, Alejo se incorporó lentamente, echando atrás los bucles. Toda la gracia del Bajo Imperio había ungido al menor de los príncipes, sobre cuya cabeza el viejo emperador tenía puesta toda su complacencia. El adolescente se detuvo solo en medio de la sala y comenzó a bailar suavemente, la mano derecha apoyada en la nuca, la izquierda ciñendo el traje detrás de las caderas. El manto ajustado relevaba su delgadez de adolescente, tan finas las rodillas que aguzaban el brocato como dos pequeños senos. Sus pies medían pequeñas distancias. La música monótona cesó de pronto; las flautas recogieron la última nota, sosteniéndola vaguísimamente. Y en ese hilo perdido el príncipe se detuvo, juntó los pies, sin hacer un movimiento. Las caderas entonces comenzaron a ondular, giraban sobre sí mismas hinchando el manto alternativamente, las piernas y busto inmóviles. Al fin el adolescente de oro, acariciando el aire con sus caderas, recostaba la mejilla en el brazo desnudo, sonreía a la hermana distante, cerraba fatigosamente los ojos sombreados que se iban muriendo en una lenta agonía de carbón.

La danza concluyó. Entre tanto, el caballero franco, con los ojos muy abiertos, miraba. ¿Qué era todo aquello? ¿Y había tal deshonra y tal increíble juego de mujeres? Parpadeaba rápidamente para mejor comprender. Pero vio por fin que todos los ojos estaban fijos en él. El emperador le llamó de lo alto del trono. Fue y puso la rodilla en tierra oyendo la augusta invitación. El caballero occidental se incorporó pálido, bajó las gradas, avanzó al lugar donde se había combatido con un abanico, y dijo en voz alta:

-Yo no sé bailar. Cuando en mi país un caballero quiere combatir ruega al cielo le depare un adversario digno de sus fuerzas y con los ojos bien abiertos. Tampoco sé bailar. La nobleza franca está formada de hombres solamente, no de mujeres disfrazadas, y no sé de nadie que en este caso dijera cosa distinta. Y volvió a su sitio con ocho pasos sonoros.

Se hizo un gran silencio. Los príncipes sonrieron vagamente. Una luz verdosa cruzó por los ojos pequeños del emperador; mas sacudió la cabeza, risueño. Sólo la princesa no apartaba la vista del altanero huésped. Sus ojos, al principio curiosos, se iban llenando de un límpido asombro, vasto como la sombra de las nubes sobre los mares. Volvía a verle en África, aquella tarde sangrienta, con su gran estatura de hierro, sus brazos alzados a todo poder que parecían golpear el granito. Su vida diminuta diluíase ante los esfuerzos de aquel pecho, cada golpe heroico bajo el sol, que arrancaba al hierro su incesante grito de valor y orgullo. Llenábase de todo ese empuje viril que no conocía, esa franca fuerza sin rubor que iba a agitar excesivamente su frágil condición femenina de princesa griega. ¡Valiente y denodado caballero! Ahora concluía de hablar, tal como nadie habló jamás en el imperio de su padre. Retiróse. Ya en la puerta volvió el rostro atrás y envió una última mirada a la pujante silueta que se había levantado en el fondo, dominando las demás cabezas.

Brandimarte cerró los ojos y apretó los puños. Pasó así un rato soñando. Al fin irguióse y llevó sonriendo la mano al bigote ¡ay! ya blanco.

***

Festejábanse en Bizancio las inminentes bodas de la princesa y Brandimarte de Normandía. ¿Cómo el celoso emperador pudo consentir tan irrazonable matrimonio? ¿Es de creer que a tal punto llega la debilidad de un glorioso monarca, sacrificando al amor de una hija única el porvenir del imperio, aun cuando éste guarde como su más rico tesoro las vidas preciosas de los príncipes, herederos en no lejano día?

Porque preciso es decirlo: la muñeca amaba a aquel áspero paladín. Le hacía sentar a su frente, mirándole con cada vez más asombro. A veces le tocaba con la punta del dedo, pensativa. En el lecho permanecía largo rato con los ojos abiertos, sobresaltábase de pronto. Un día le rogó le apretara la mano entre las suyas, lo más fuerte posible. Brandel sonrió, apagado. Así vivía, viejo y sensible con su tardío amor tembloroso, rudo tronco de fresno arrojado por el mar a las playas griegas, rejuvenecido y muerto en Bizancio por el perfume de aquel retoño imperial.

El banquete finalizaba. La noche, que había sido tibia, tenía ahora esa límpida frescura que aman las cabezas descubiertas. El Imperio dormía en paz bajo el gran cielo oscuro. En la terraza sobre el mar -en la mesa- los príncipes abrían los rizos de sus mejillas a la noche poética. La princesa esforzábase gravemente en ajustar sus anillos al dedo meñique de Brandimarte que sonreía, mirándola con contemplativa ternura. Y he aquí que Alejo, levantándose, dijo estas palabras:

-Hermana querida: justo es que en tan conmovedora noche recordemos el mínimo halago que pueda ser grato a nuestro heroico huésped, nuestra espada, nuestro hermano. Hoy hace siete años que el noble duque de Kiev -aliado nuestro- abandonó el camino de la vida, harto difícil ya para su pie vacilante. Recordémosle pues en sencilla manera, y que nuestro huésped haga honor con nosotros al inapreciable vino de que nos hizo obsequio el anciano gentil.

Cierto es: las proezas del guerrero occidental ¿no serían muy pronto las del Imperio? ¿Y era posible no contar a tan brillante campeón la historia del duque Yaroslav que con el brazo ya trémulo sojuzgó no menos de quince jefes nómadas, cuyas tribus participaron más tarde de la fe cristiana? Mas la historia vendría luego, con la tranquilidad de espíritu que requiere toda narración.

El licor llegó, un esbelto bombylio verde. La corte se inclinó sobre la mesa, curiosa. Los príncipes se echaron atrás en las cátedras, vagamente fatigados. Entonces un esclavo negro extendió el brazo sobre el hombro de Brandimarte y vertió en su copa parte del precioso líquido. Brandimarte bebió. Nadie hablaba. En el estrecho el mar jugaba sin ruido, constelado por el rubí de las barcas que partían en fila con la hermosa noche de otoño.

Brandimarte callaba hacía rato, en sus ojos había un vago estupor doloroso. De pronto su cabeza cayó hacia atrás. Estaba mortalmente pálido. Hizo un esfuerzo para llevar la mano a la garganta y no pudo, respiraba a largos intervalos, profundamente. La princesa no hacía un movimiento. Miraba muda, los ojos sobreabiertos. Al fin recogió el manto hasta la boca y se hundió en la cátedra tiritando, la cabeza entre los hombros. Los príncipes, rendidos en su leve cansancio, miraban al huésped con los ojos entrecerrados; de una boca a otra pasaba la misma vaga sonrisa. Un esclavo, obedeciendo a una señal de Alejo, cruzó sus manos detrás de la cabeza de Brandimarte y la levantó, sosteniéndola. Los zigomáticos, contraídos en un rictus que torcía la boca hacia arriba, se habían paralizado sobre los pómulos, hinchándolos. Los ojos vidriosos y fijos no veían nada. El esclavo retiró las manos y el cuerpo se deslizó hacia adelante. La cabeza cayó atrás; los brazos pendían como rotos. Las inspiraciones iban retardándose cada vez más. Hacia el fondo se retiraban los nobles convidados, subían las escalinatas luminosas, desaparecían. Al rato los príncipes a su vez emprendieron la marcha, con la princesa que tiritaba aún. El esclavo arrojó la botella al mar y se fue. Y quedó solo, muriéndose sobre la silla, flor de nobleza y lealtad desamparada bajo la noche azul de Bizancio que velaba la agonía del caballero franco Brandimarte de Brandel.

(0 hr 38 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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La Princesa bizantina

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