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Historia de un retrato

Gelesen von Alba

Cinco años tendría yo, cuando en una mañana nebulosa del mes de enero me encontré instalada en un colegio, que por ser en París, me acobardaba aún más; yo no sabía una palabra de francés, y me hallaba como el pájaro fuera de su nido y separada por primera vez de mis padres.

Triste y cabizbaja asistí a las primeras clases, y a pesar de que una de las directoras conocía y hablaba el español, no por eso se disipaba mi timidez.

Llegó la hora de recreo, y siguiendo a las demás, bajé unos cuantos escalones de piedra y respiré con alegría el aire libre, y siguiendo mi primer impulso, me lancé a la carrera por las alamedas de un hermoso y extenso jardín.

Multitud de niñas corrían en distintas direcciones y formaban corros; las mayores separadas de las de mediana edad, y estas de las pequeñas, a cuya clase pertenecía yo.

La infantil algazara de aquellas criaturas paralizó mi momentáneo júbilo.

No conocía a ninguna y no entendía lo que me decían, por lo que me senté en el suelo, ocupándome en recoger piedrecitas y hacerlas saltar.

Dos niñas, casi de mi edad, se detuvieron delante de mí, y cuán inmensa no sería mi satisfacción al escuchar en español estas palabras:

—Altagracia, esta es la niña que llegó anoche.

—Vamos a jugar con ella, Leonor.

—Sí, sí —exclamé yo—, jugaremos juntas.

—Calla, ¿eres española?

—Sí, ¿y tú?

—Yo también —contestó Leonor.

—Y yo soy de La Habana —repuso la otra.

La intimidad se establece muy pronto en la infancia; así es que desde aquel momento se había sellado nuestra buena inteligencia y amistad, lazos que suelen ser imperecederos y de los que se guarda un recuerdo grato y eterno.

Pasaron los años y llegó el momento de separarnos para seguir cada una el camino que la suerte nos señalara, tal vez adverso o sembrado de rosas y alegrías.

Leonor, Altagracia y yo nos juramos una amistad indestructible, y durante los primeros meses se cruzaron nuestras cartas con prodigiosa regularidad.

Pero yo la primera falté a la palabra, y mis dos compañeras, preocupadas también con nuevos horizontes que ante su vista descubrían, descuidaron el cumplimiento de la suya.

Dos años más tarde volví a París, y en una hermosa tarde de verano, me encontraba en la calle de Rivoli, detenida por la multitud que veía pasar los soldados de un regimiento que marchaba a Orleans.

Delante de mí había una nodriza con una niña de algunos meses en brazos y más lejos una señora elegantemente vestida, la cual, al volver la cabeza, lanzó un grito de sorpresa.

Era Leonor.

—¿Tú en París?

—Sí —le contesté—; ¿y tú también?

—Me he casado.

—Y yo; ¿es tuya esa niña?

—Sí —contestó, abrazándome—; pero salgamos de aquí y ven a mi casa: vivo cerca de aquí, en la calle Real.

Pocos momentos después entrábamos en un elegante gabinete, y entonces me fijé en mi amiga: no era la risueña compañera de mis juegos; en su lugar veía una leona del gran mundo algo exagerada en su traje, con maneras estudiadas y fórmulas de sociedad enteramente opuestas a su carácter; romántica y melancólica cual si pesara sobre su vida un terrible pesar.

—La condesa de Villette —anunció un criado.

Leonor tomó un libro, se reclinó a medias en la butaca y así permaneció hasta que se presentó la recién llegada.

—Siempre entretenida y entregada a poéticos sueños —le dijo la condesa.

—La vida no es otra cosa que ilusiones, y los corazones sensibles se refugian en el idealismo.

—¡Viaje por Italia! —dije yo leyendo el título del libro.

—¡Italia, Corina y el Capitolio!

Durante largo rato, mi compañera de infancia divagó por las regiones de la poesía, hasta que la puerta, al abrirse estrepitosamente, la hizo descender a la tierra.

—¡Mi marido! —murmuró.

El contraste no pudo menos de hacerme sonreír.

El marido de Leonor era grueso, vulgar sin ser brusco, franco, y enemigo, según supe después, de la etiqueta y de las fórmulas.

Presentada a él, me acogió con efusión, manifestando que mi amiga hablaba con frecuencia de mí, por lo cual se me ofrecía como un amigo cariñoso.

Su bondad me cautivó; desde luego comprendí que era esclavo de su mujer, a quien adoraba.

Al recorrer las habitaciones que ocupaban, llamó mi atención un magnífico retrato que en el gabinete de Leonor ocupaba el frente.

No podía dudar: era Teodoro con uniforme de comandante de húsares: el pintor había sabido reflejar en aquella fisonomía todas las cualidades de su alma.

La sonrisa que le era peculiar animaba su rostro, y la felicidad brillaba en su mirada.

Leonor, a pesar de sus pretensiones, era buena esposa, y cuando descendía de las elevadas esferas y del pedestal que generalmente ocupaba, aparecía encantadora; pero esto sucedía rara vez.

El día pasó rápidamente, y un nuevo viaje me alejó de mi amiga, a quien cuatro años después volví a encontrar.

Teodoro era coronel; el retrato había sufrido una transformación: se le había cambiado el uniforme, y la cruz de la Legión de Honor ocupaba su pecho.

La corona de marqués se veía por todas partes, y Leonor hablaba de política en vez de ocuparse en poesía, y discutía los asuntos palaciegos sin remontarse al cielo.

Había adquirido importancia: era una mujer superior, y su opinión tenía a veces resultados trascendentales en el campo político.

—¿Y la condesa de Villette? —le pregunté.

—He roto mis relaciones con ella: son gentes que no pertenecen a nuestro partido y que perjudican —me contestó gravemente.

Nuevamente la perdí de vista, y cuál sería mi sorpresa al encontrarla años después convertida en demócrata.

Napoleón había caído en Sedán rindiéndose con todo su numeroso ejército, y el marido de Leonor, avergonzado, después de batirse con los prusianos desde los muros de París, servía a la República y ostentaba una cruz más en su pecho; el retrato también participó de los cambios políticos, y en vez de la corona de marqués que en otro tiempo adornaba el respaldo del sillón, se veía una bandera tricolor y emblemas y trofeos de guerra.

La cruz ganada en el sitio decoraba el uniforme; por entonces tuve precisión de venir a Madrid, y una mañana a la llegada del cartero, me entregaron una carta de Francia con sobre de luto.

Era de Leonor: me anunciaba la muerte de Teodoro: una apoplejía fulminante le arrebató en pocas horas.

Mi amiga lamentaba su desgracia, y me decía que su único consuelo era contemplar el retrato de aquel hombre que tanto la había amado, y de quien entonces apreciaba las excelentes cualidades.

Su dolor me conmovió, y le contesté con verdadero sentimiento.

Durante tres meses no volví a tener noticias de Leonor, y precisamente la casualidad me llevó de nuevo a París hace año y medio.

Corrí a la casa de mi compañera de infancia, y a pesar de que había salido, entré en su gabinete decidida a esperarla.

El retrato de Teodoro había desaparecido: en su lugar se veía un cuadro mitológico.

Los mártires, de Chateaubriand, descansaban sobre un sofá, y a su lado vi un devocionario, lo abrí y leí: «Amigos míos, acordaos de mí».

El ruido de un carruaje hizo me dirigiera al balcón: una berlina se detuvo delante de la puerta, y de ella bajó una señora vestida de luto riguroso: era Leonor.

Poco después estaba en mis brazos.

—¡Pobre amiga mía! —exclamé.

—Sí; ¡soy muy desgraciada!

Su dolor me hizo olvidar la desaparición del retrato y procuré consolarla, cosa a mi parecer no muy fácil.

—He perdido un hombre sin igual —me dijo sollozando.

Maquinalmente levanté los ojos y los fijé en el sitio en donde había estado el retrato.

Leonor sorprendió aquella muda interrogación.

—Creí en los primeros momentos volverme loca, y mis amigos quitaron su querida imagen para que no aumentara mi pesar.

Aquella explicación no me dejó satisfecha.

—Ven, tú eres digna de penetrar en mi santuario —me dijo.

La seguí hasta un oratorio en donde, colocado en una especie de altar, estaba el retrato de Teodoro con crespones negros, la espada a sus pies y una caja en la cual se encerraban las condecoraciones.

Aquel homenaje, aquel culto me hizo comprender que su esposa veneraba su memoria, y salí de aquella casa convencida de su cariño.

—Jamás volverá a casarse —pensé.

Pasó el tiempo y llegó la temporada de baños, trasladándome a Biarritz.

Ocupábame una mañana en leer los periódicos, cuando un nombre llamó mi atención, fijándome en los siguientes renglones:

Se habla mucho en Niza del próximo enlace de una joven viuda muy conocida: la marquesa de L… con el hijo de la condesa de Villette. El gran mundo se promete asistir a las brillantes fiestas que los jóvenes esposos ofrecerán a sus amigos en celebridad de su enlace; y para ello una nube de tapiceros, pintores y doradores ha invadido la elegante casa de la marquesa, en París, con el objeto de prepararla con el lujo digno de la gran fortuna que poseen ambos contrayentes.

Mi asombro no tuvo límites: aquella tristeza, el santuario destinado al retrato, los alardes de pasión, todo había sido una farsa. Mi corazón sufrió con aquel desengaño, y no contesté a la carta que Leonor me escribió después participándome su enlace; pero al volver a París fui, sin embargo, a verla.

La casa había sufrido total transformación.

Una elegante carretela estacionaba delante de la puerta; la corona de conde campeaba en las portezuelas con las armas de Villette, de aquellos mismos a quien había desdeñado meses antes.

En las habitaciones no existía nada de lo antiguo.

Leonor estaba en el campo, y su esposo, que por un asunto urgente se encontraba aquel día en París, debía volver a su quinta por la tarde.

—Si no estoy a las cinco a su lado —me dijo el conde—, la encontraría enferma; me adora; soy su primer amor.

Una mirada mía le hizo sonreírse, y me dijo:

—Sí, Teodoro era muy bueno; pero jamás encontró el camino de su corazón.

¿Había engañado mi amiga al primero, o al segundo? Aún no he podido saberlo.

Una anciana, ama de llaves, me mostró, por encargo del conde, las restauraciones que en la casa se habían hecho. El santuario en donde había visto el retrato estaba convertido en un delicioso gabinete para fumar.

—¿Y el retrato de adorno? —pregunté.

—Ignoro dónde está, señorita: el señor conde mandó que lo subieran a las boardillas.

Mi corazón se oprimió, y salí de aquella casa reflexionando profundamente en lo pasajero de los afectos.

Algunos días después pasaba por la calle de Stelder, cuando en la puerta de una prendería vi el retrato del marido de Leonor.

Entré y pregunté la procedencia: un criado de la casa lo había vendido por veinte francos, sin el marco.

Aquel retrato tan elogiado y tan querido se ponía en venta como un mueble inútil y ya inservible, ¡qué lección y qué decepción!

¿Ha sido feliz Leonor con su segundo esposo?

No lo sé; pero su vanidad halagada es la base para su felicidad.

Hay seres para quienes el corazón es una palabra vana y un objeto sin aplicación.

 

“El periódico para todos" (Madrid).1875


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Historia de un retrato

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