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Entender la química

Gelesen von Alba

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Un día, apropósito de no sé qué aventurilla llevada a cabo con feliz éxito, díjole un amigo a D. Saturnino, en tono de chunga:

—Tú entiendes la Química, chico.

Oyó por casualidad la frase otro indivíduo que se hallaba cerca de los dos interlocutores; y aquella misma tarde exclamó en voz alta ante un numeroso corro de ciudadanos, al ver pasar a D. Saturnino:

—¡Ahí va un hombre que dicen que sabe mucha Química!

Desparramáronse luego por toda la población los que formaban el corro; y cuando alguno de ellos tropezaba en la calle con D. Saturnino, les decía a sus amigos:

— ¡Ese es un gran químico!

Y así sucesivamente, fue corriendo de boca boca y agrandándose de tal modo la bola de nieve de la Química, que el bueno del hombre se encontró cuando en un el bueno del menos se lo pensaba, convertido sus ilustre sabio con consecuencias, sin haberlo comido ni bebido. ¡Cómo que ni siquiera sabía lo que era Química!

D. Saturnino al principio admiróse de aquella notoriedad con la que jamás había soñado; pero luego, como hombre ducho, dejóse llevar por la corriente de la fama; y a fuerza de oírselo a todo el mundo, llegó él mismo a creer, por un extraño fenómeno de sugestión, que era efectivamente un químico notable.

Cuando se citaban nombres de químicos eminentes, siempre figuraba el suyo a la cabeza.

Pasaron los años, y su nombre, repetido por mil bocas, llegó a traspasar las fronteras de la patria.

Sus paisanos estaban contentísimos con él. Eran poseedores de una celebridad casi universal. D. Saturnino llegó a ser para ellos una espeeie de reliquia. ¡Andaban tan escasos de eminencias!

Así es que produjo general indignación, que cierto pobre diablo, muy estudioso y aficionado también a la Química, se hubiese atrevido a decir un día:

—Pero vamos a ver; ¿qué pruebas ha dado ese hombre de ser un ilustre químico? ¿Qué descubrimientos ha hecho? ¿Ha escrito alguna obra? ¿Ha practicado algún análisis notable? ¿Ha estudiado siquiera esa asignatura en el Instituto?

¡Nunca tal dijera! ¡Aquel ruin envidioso estuvo a punto de ser víctima de las iras de la multitud! ¡D. Saturnino era infalible, inviolable e intangible!

— ¡Que lo declaren monumento nacional! —exclamó un chusco en cierta ocasión. Y en verdad, que poco faltó para ello!

El buen señor, por su parte, sabía llevar con mucha dignidad y discreción, su aureola de hombre de ciencia.

Tenía facilidad de palabra, y decía las cosas con mucho aplomo y muchos floreos; pero, cuando se trataba de la Química, pasaba siempre por encima del asunto como sobre ascuas.

Representó a su patria en un Congreso Internacional, donde pronunció un discurso en español, que entusiasmó a sus colegas. Después se supo que ninguno de los congresistas entendía la lengua castellana.

Cuando volvió a su país, le recibieron con músicas, cohetes y arcos de triunfo; le llenaron el pecho de cruces, y nombráronle Director de un magnífico laboratorio, con un sueldo digno de su fama. Allí tenía varios químicos a sus órdenes, que se encargaban de hacerlo todo. El se dedicaba sóloá inspeccionar los trabajos, sin tocar a nada; y siempre decía:

— Bien, muy bien. Nada tengo que rectificar. Lo único que les encargo, y nunca me cansaré de repetirlo, es limpieza, mucha limpieza.

Aquello de la limpieza era su constante muletilla. ¡Como que no sabía decir otra cosa!

Los periodistas asediábanle a todas horas, con interminables interrogatorios.

Solían preguntarle con qué se desayunaba, qué flor le agradaba más, cuál era su músico favorito, qué clase de mujeres le apetecían, si las rubias o las morenas, y otras intimidades y menudencias, que maldito lo que tenían que ver con la química.

¡Hasta hubo quien le preguntó en qué parte del cuerpo sentía menos frío, cuando se mudaba los sábados la ropa interior!

D. Saturnino se ponía muy grave, y contestaba a aquel diluvio de preguntas con aire dogmático.

Solo una vez, en que cierto repórter le interrogó acerca de los medios que conceptuaba más apropiados para conseguir la regeneración de España, se atrevió D. Saturnino a meter la punta del pie en el terreno de la Química.

—Entiendo yo—dijo—que nuestra regeneración ha de venir por la ciencia que tengo el honor de poseer. ¡Créame usted, que mientras no entendamos bien la Química, no haremos cosa de provecho!

Lo que más despertaba la curiosidad de los sabios, era aquel misterioso laboratorio particular que D. Saturnino había montado en el interior de su palacio, y en el que a nadie le era permitida la entrada. Allí se encerraba todos los días durante tres o cuatro horas, a preparar, según pública opinión, su obra maestra, el gran tratado de Química que legaría a la posteridad. Sin embargo, por su conducto, jamás se supo nada en concreto. Guardaba el imponente silencio de la Esfinge.

Aquel hombre, a cuenta de la Química, logró todo lo que quiso, y fue uno de los personajes más influyentes de su época. Pero la muerte, que ni a los grandes químicos respeta, le sorprendió un día, cuando menos la esperaba.

Su pérdida fue llorada a gritos por toda la nación. Las innumerables academias científicas de que era ilustre miembro, dedicáronle sentidos panegíricos, y lujosísimas coronas con expresivas dedicatorias; y los periódicos se publicaron con orla negra. ¡Qué golpe para la ciencia!

Después, una comisión de sabios, descubierta la cabeza y con el religioso respeto que inspira un santuario, penetraron conmovidos en el laboratorio particular de don Saturnino, en busca de su obra maestra.

¡Oh desencanto! ¡El laboratorio era un cuarto completamente vacío! ¡Tan vacío, como la cabeza de su dueño!

Solo encontraron un gran rótulo sobre las blancas y desmanteladas paredes, que decía así:

«¡¡En este mundo hay que entender la Química!!

La muerte, gran descubridora de verdades, echó por tierra el gigantesco castillo de la fama de D. Saturnino; y, aunque tarde, se enteraron todos, de que aquel hombre entendía tanto de química en el sentido recto de la palabra, como el Patriarca de Venecia, de poner banderillas al quiebro.

Aquel buen señor, era un zángano de la colmena humana, a quien el acaso había disfrazado de abeja.

A pesar de todo, yo sigo creyendo que don Saturnino, no sólo era un gran químico, sino también un excelente piloto

¡Entendía la Química, y la aguja de marear!

 

Cuentos humorísticos. 1905 Madrid: Est. Tipográfico de Ricardo Fe.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Entender la química

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