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Bajo la tormenta

Gelesen von Alba

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Claro que se había extraviado. No era la primera vez que le pasaba lo mismo en Montiel, donde las sendas que atraviesan el monte se confunden con las que deja la hacienda en sus marchas. Para no perderse en los campos cubiertos de carandayes, que erizan sus agudas lanzas naturales con agresiva ferocidad nativa, hay que haber nacido por allí, o, por lo menos, haber adquirido ese instinto de orientación que sólo se consigue cuando se ha vivido mucho cortando campo, con el sentido de las distancias y los rumbos en la cabeza. Y lo que era él, Linares, no hacía dos meses dejaba el asfalto de la Ave-nida de Mayo, con un nombramiento de la Defensa Agrícola en el bolsillo y la ilusión de pasar buena vida a sueldo del gobierno y cumpliendo con la patriótica tarea de amparar a la agricultura contra las depredaciones de la langosta. Si hubiese sabido...

Castigó el caballo, ya casi aplastado, porque mediaba la tarde y no era cuestión de que lo tomara la noche buscando la buena ruta a través de aquel monte ralo que se desplegaba con engañosa monotonía ante sus ojos bisoños. Había galopado desde la mañana, saliendo de casa de los Secchi, al otro lado de los Mojones, con la intención de cruzar todo el distrito para hacer noche en la estancia de González. Al día siguiente, bien temprano, recorrería la zona, para certificar las entregas de saltona por los vecinos, quienes lo esperaban a fin de cobrar la langosta muerta. Fue a mediodía cuando perdió el rumbo, al salir del campo del vasco Echeverría, en donde almorzara, invitado un poco a la fuerza, como les suele acontecer a los langosteros, no siempre bien vistos por los estancieros y colonos de ciertos pagos. Dejó las casas a media siesta, como una iguana, y al cruzar la última tranquera tuvo la impresión de que agarraba mal el camino. El solazo de diciembre le caía como lluvia de fuego sobre la cabeza, que le ardía, empapada en sudor caliente. Insistió, sin embargo, con esa terquedad pueril que muchos oponen a las instancias de su propio buen sentido. ¿Por qué había de estar equivocado, des- pués de todo? ¿Y por qué había de hacer el papelón de volverse a la estancia para que le indicaran el camino, cuando, seguramente, era el mismo que seguía, a pesar de la sospecha de haberlo tomado en sentido contrario?

Galopó bajo el bochorno aplastador, cosa suficiente para denunciar su inexperiencia ciudadana. Nunca un hombre de campo, con la perspectiva de muchas leguas por delante, exige a su caballo en esas condiciones y a tales horas. Así continuó dos horas, tres horas, buscando inútilmente algún indicio que lo orientase. Siempre la misma llanura cubierta de espinillos y plagada de palmas, las que debían hervir en yararás con aquel calor tórrido. De vez en cuando, la desoladora aridez del paisaje era atenuada por alguna isleta de urundayes, grandes árboles respetados por la voladora, bajo cuya fresca umbría dilataba su fangosa napa algún ramblón de agua acumulado por las últimas lluvias. A la vera del pantano, chúcaros vacunos pegaban una espantada ante la aproximación del jinete.

Verdaderamente, Linares sentíase mal. Aceleraba el corazón bajo el pecho su agitado e irregular latido; por momentos, experimentaba vértigos, viendo girar alrededor la vegetación amarillenta que lo rodeaba. ¿Sería un principio de insolación? ¡Bah! ¡Solamente faltaba ahora que después de haber cometido la estupidez de perderse, por pura soncera de pueblero, empezara con la aprensión de enfermedades! Con todo — se confesó — , algo le pasaba. Era necesario acertar con el camino.

Reconoció el cauce agotado por cuya barranca se descolgó, resbalando, el montado. Era el Masieguitas. En- tonces, no andaba tan descaminado. Un poco más hacia el Norte — ¿o más hacia el Sur? — de lo que correspondía. Pero, ahora sí, estaba seguro de que siguiendo adelante habría de encontrar alguna población. Ya otra vez anduvo por esos lados y tenía vagas reminiscencias topográficas de la zona. Lástima que le siguiera el mareo, acompañado de un vago malestar estomacal. Lo asaltó la idea de que podía morirse, solo, por allí. Reventaría como un perro — pensó, exagerándose un tanto la situación. Al fin, no sería el primero, en aquellos tiempos de sequía y epidemia, a quien encontraran tendido a medio campo, muerto por un golpe de calor. ¿Y qué dirían los amigos de Buenos Aires cuando lo supieran? Ya le parecía escuchar los comentarios de la barra de La Alameda. Algunas palabras conmiserativas y, después, una cuereada en regla. Porque toda aquella banda de repórteres aspirantes a literatos se había puesto verde de rabia y envidia cuando les anunció una noche que se iba al campo, a Entre Ríos, con un buen nombramiento que le había dado su amigo el ministro, i Qué muchachada de porquería, aquélla! Sin generosidad, ni talento, ni nobleza. ¡Y pensar que él había sido uno de tantos! Asco le daba pensar en que había de volver a lo mismo. Y la carcajada que largó el alacrán de Pintos cuando él, sin jactancia ninguna, con toda buena fe, les anunció que regresaría con una novela de ambiente rural en la valija. Como si él, Linares, no fuera capaz de escribirla ...

Ardíanle las sienes y le dolía la espalda hasta los ríñones. Por momentos contenía el galope para erguirse sobre los estribos a fin de poder respirar. Y lo peor era la sed. En la primera laguna se tiraba de jeta, aunque el agua sucia y contaminada le trajera una intoxicación. Y pensar que los otros estarían allá en Buenos Aires, tragándose medios litros helados, hablando de literatura — es decir, desollando los presentes a los ausentes — , mientras él se pelaba las nalgas, reventando de calor bajo aquella temperatura de incendio. ¡Quién lo metería a dejar la ciudad para venirse a hacer el explorador por esta tierra salvaje! ...

Desmontó, envarado y sudoroso, y se arrimó vacilante al charco. Reprimiendo su repugnancia, bebió en el hueco de la mano, después de limpiar el agua de los espumarajos verdes que la cubrían. El caballo también bebió, con freno y todo, hundiendo las fauces en la linfa, para retirarlas al cabo, resoplando con deleite. Después, Linares sacó un pañuelo, lo empapó y se mojó la cabeza y la frente. Contra lo que esperaba, no sintió el alivio que se prometía. Experimentó una sensación de náuseas que lo encorvó sobre el lagunón, temeroso del vómito sintomático. Reventaría allí. Quedó un rato, postrado, sin ánimo de moverse. Pero la tarde caía; por el Sur ascendía en el cielo un sombrío celaje, precursor de la tormenta. Era menester apurarse si no quería que lo agarrara la lluvia a la intemperie y en aquel estado. Montó pesadamente y castigó al animal, que respondió sin ganas a la exigencia. Una hora más, siempre entre la misma soledad. Rodeábalo un silencio y un desamparo de planeta deshabitado. Ni un rumor llegaba de la distancia. Por azar, algún pájaro lanzaba un chillido triste desde las ramas de un árbol. Pero ahora el monte se aclaraba, dilatándose el campo en planos libres de vegetación. La sombra del crepúsculo vespertino ahondábase en tonos cetrinos bajo el manto de los nubarrones que avanzaban calladamente por la altura.

En eso tuvo un gozoso sobresalto. A la distancia, en el repecho de una loma, aparecía un rancho, aplastado como un gran galápago. Era una choza de paja y barro; pero una habitación humana, al fin. Le pareció a Linares que retornaba a la tierra después de una fantástica travesía por un mundo muerto. Entre largos balidos, adelantaba una majada, arreada por un paisano, montado en una yegua barrigona, y arrastrando a la cincha gigantesco haz de ramas secas.

En un momento, Linares estuvo a su lado. El viejo también detuvo su cabalgadura, dejando que los lanares siguieran bajo la custodia del perro.

Interrogado, enarcó las cejas, rascándose la cabeza calmosamente.

— ¿La estancia de los González? No, lejos, no era; ni cerca tampoco. Cortando campo, no llegaría a dos leguas.

Miró hacia el firmamento, cada vez más entenebrecido por la cercanía de la noche y el avance del chubasco; después observó a Linares con cierta sorna.

— Lo malo que la tormenta se viene — objetó — y el mozo no parece que está muy bien.

Vaciló un instante, pensativo, y añadió:

— Si gusta hacer noche, le ofrezco mi pobreza.

El otro rehusó, categórico. No le gustaba la pinta del hombre. Además, un par de leguas no era cosa del otro mundo para quien había hecho más de diez en el día. Tampoco era inminente la tormenta. Agradeciendo el agasajo, lo declinó con razones corteses. Tenía necesidad de llegar esa misma noche. Pidió que le indicara el camino.

Medio resentido, el hombre no insistió. Silbó al perro, lo miró un instante rodear la majadíta y dio vueltas riendas, apareándose con Linares.

— Lo voy a "endilgar", porque de no, se pierde. — Trotaron unos minutos y, al fin, detuvo su yegua y señaló con el brazo — : Siga siempre por este lado hasta llegar a unas bateas; después tome la senda de la mano izquierda y siga nomás. No se vaya a equivocar, porque va a dar en el arroyo.

Con un ademán, Linares despidióse, castigando fuerte. Ya lejos, oyó la voz del paisano, que insistía a gritos:

— ¡No se vaya a equivocar, mozo! ¡De las bateas tome a la izquierda!

De un corto galope estuvo en las bateas. Ya era casi de noche. Hacia la izquierda desprendíanse varias sendas, en abanico. ¿Cuál sería la buena? Tomó una, la más ancha, y apuró el caballo. Diez minutos más tarde estaba al margen de un arroyo. Recordó entonces al viejo con todo un repertorio de interjecciones. ¡Vaya una manera de "endilgar"! Volvió una vez postrera hasta las dichosas bateas; ya la sombra nocturna descendía solemnemente sobre la tierra y las cosas se desdibujaban en la penumbra crepuscular. Linares insistió sobre el rumbo aconsejado, y otra vez desembocó en el mismo paraje, junto al agotado arroyo. ¡Parecía cosa del diablo! Cierto temor supersticioso cruzó por su espíritu como una ráfaga sombría. Arriba, la luz difusa de un lejano refucilo, aclaró las negras masas de la nubarrada. Lento y ronco, arrastróse un trueno en la distancia. La atmósfera caliginosa parecía inmovilizada en el espacio. Flotaban ya en el aire las acres emanaciones de tierra mojada por la lluvia, que comenzaba a hostigar la selva desde el remoto horizonte.

Sintió Linares esa infantil desesperación que resuelve su cólera impotente en rabioso llanto. ¡Qué iba a hacer con la noche tormentosa encima, perdido por aquellas soledades! De todos modos había que resolverse. Sin pensarlo más, a puro palpito, castigó el montado, agarrando a la derecha por la costa del arroyo. ¡A alguna parte habría de llegar! En todo caso, prefería aguantar la tormenta bajo un árbol del monte antes de volver en busca del viejo de porra que se estaría gozando con su malicia. El animal atropelló, estimulado a la vez por la rienda, el látigo y su propio irracional temor. Fue una carrera fantástica entre las sombras cada vez más densas. Las ramas espinosas de los árboles flagelábanle ferozmente la cara, mientras las agudas puntas de las palmas hundíanle de flanco sus dolorosos aguijones. Pronto la tormenta se le vino a las ancas; las primeras gotas del aguacero, copiosas y tibias, precipitábanse ruidosamente sobre la tierra. Jadeaba el caballo en la enloquecida disparada; echado hacia delante el busto, apretados los dientes y casi cerrados los ojos. Linares castigaba con inconsciente brutalidad. El sudor y la lluvia, mezclados, lavábanle la cara herida de crueles ramalazos. Seguiría así mientras el animal diera. Algo había de encontrar — repetíase mentalmente con obsesora tenacidad.

Sofrenó de golpe. A través del rumor de la tormenta, parecióle percibir cercanos ladridos. Escuchó, tensos los nervios en la angustiosa expectación. No se equivocaba: ladridos eran y el perro no debía andar muy lejos: "Donde hay perros — pensó, con alivio — hay gente".

Orientándose como pudo, al tranco ahora, avanzó hacia el lado de donde provenía aquel familiar alerta, reanimado por la esperanza de próximo refugio y descanso. La lluvia, ya resuelta en torrencial chaparrón, lo empapaba hasta las carnes; pero ni lo advertía siquiera, absorto en el empeño de no perder el rumbo. Por momentos, callaba el canino latir y entonces, temblorosas las manos, aguzaba el hombre su atención, tratando de captar hasta el más lejano sonido. Restablecida la orientación, adelantaba de nuevo, seguro ya de que arribaría pronto a su destino.

Unos minutos después, un gran perro salió de la obscuridad, abalanzándose furiosamente sobre el caballo. A poca distancia, entre un macizo de achaparrados árboles, un rectángulo de claridad denunciaba la puerta de una casa. Por lo que pudo apreciar Linares, aquello no pasaba de ser un rancho de mala muerte, protegido en su parte delantera por una ramada-. ¡Pero para andar haciendo melindres estaban las cosas! Voceando al perro y tirándole de vez en cuando un lazazo para ahuyentarlo, allegóse al rancho, extrañando ya que nadie acudiera a la bulla de la llegada. En la masa sombría de la casucha clareaba, inmutable, el mismo cuadrado de luz. ¡Era raro que ni por precaución asomárase alguno! Y más raro todavía que la puerta estuviera abierta con aquel tiempo infernal. Una lumbrarada enceguecedora volcóse en el ámbito; el estrépito atronador de una descarga eléctrica reventó casi sobre su cabeza. Con caballo y todo se metió bajo la ramada y echó pie a tierra, chorreando agua de la cabeza a los pies. Con un ¡fuera, perro! alargó un rebencazo al can que lo toreaba furioso, y se puso en la misma puerta del rancho, lanzando un ¡Buenas noches! que quiso hacer animado y cordial.

No obtuvo respuesta. Sorprendido y un tanto receloso, miró hacia dentro desde el umbral. Tardó algún tiempo en distinguir las cosas en la mal alumbrada pieza. Una lámpara de latón, colocada sobre una mesa arrinconada, alternaba destellos de luz con sombríos eclipses bajo los pantallazos del viento. A su claridad intermitente distinguió dos miserables catres de tientos arrimados a las paredes. Sobre uno de ellos aparecía echado un bulto; una persona dormida, tal vez. Y nada más. Aquello era fantástico. Por fin, entre la mesa y la cama libre, algo se movió, atrayendo las inquietas miradas de Linares. Sentada en un asiento muy bajo, estaba una mujer, arropada de negro y cubierta la cabeza con un pañuelo cuyo pico delantero ocultábale casi por completo el semblante. Sólo divisábase un ojo inmóvil y brillante que observaba fríamente al intruso. Dio éste un paso más y estuvo a punto de retroceder, herido bruscamente su olfato por asquerosa fetidez. ¡Sí que había tenido suerte! — acertó a pensar.

Fuera, redoblaba el creciente fragor de la tormenta y el monte gemía bajo los empujones del vendaval. Cualquiera salía. Vuelto un tanto hacía la puerta para respirar algo de aire exterior, Linares habló de nuevo: " — ¡Buenas noches, señora! Me he extraviado y me agarró el mal tiempo mientras buscaba el camino. Le pido me deje pasar la noche en cualquier parte. Si hay algo que comer, tengo cómo pagar" ...

El ojo vidrioso seguía asestado fijamente desde la sombra.

Al cabo, una voz cansina y ronca, voz de mujer vieja y hombruna, respondió con aspereza: " — Aquí no hay comodidad ninguna. Comida tampoco. Si quiere quedar tendrá que arreglarse como pueda."

Parecióle a Linares percibir en el tono de la respuesta cierta malvada zumba que lo irritó.

— Me quedo — replicó — , porque siempre estaré mejor que afuera. ¿No está el patrón? — agregó con la esperanza de que el dormido fuera persona más tratable.

La mujer guardó silencio un instante. Después se agitó en su asiento y respondió indiferente: "— Estar, allí está en la cama".

— ¿Enfermo?

La mujer le clavó su ojo repelente:

— Ya no está enfermo.

Tenía su voz un acento tan lúgubre que Linares sintió frío. Reaccionando, trató de hablar con naturalidad.

— Bueno, me quedaré hasta que amanezca, y no pienso molestar mucho. Voy a largar el caballo.

La mujer no articuló palabra, encerrada otra vez en su sombrío mutismo. Salió Linares a la ramada, y desensilló, dejando las prendas al reparo del alero. Aseguró bien al animal con el cabestro, no fuera que con el hambre le diese por salir al campo si escampaba. Aprovechó para respirar a plenos pulmones el aire ya fresco y tónico de la noche. Si no hubiera estado tan mojado, se echaba encima de las matras para dormir afuera; se le hacía cuesta arriba el volver a afrontar la insoportable hedentina del rancho. Resolvióse a entrar, sin embargo; la noche no estaba para aguantarla bajo la ramada. La vieja seguía agazapada en su rincón, observándolo siempre con aquel único ojo visible.

"Una verdadera bruja" — reflexionó Linares. Trató de descubrirle la cara, pero ella lo evitó con maña, echándose más abajo, con mano gorda e hinchada como una tumefacción, el pico del pañuelo cuyas puntas anudánbanse bajo la barba. Se le revolvía el estómago al respirar aquella atmósfera pestilente, cargada de emanaciones de mugre, de alimentos corrompidos y de tantas otras cosas amontonadas y maceradas, desde quién sabe cuánto tiempo lejos del sol y del aire. Con todo, no había más remedio que resistir. Indeciso, miró alrededor, buscando vanamente un asiento. ¡Qué no hubiera dado por sacarse la ropa mojada, que le enfriaba ahora el cuerpo! En los rincones penumbrosos, atisbábanse formas confusas cuya naturaleza resultaba imposible precisar. Mas no podía pasarse toda la noche, descansando alternativamente sobre una pierna y la otra, como un flamenco.

— ¿Por qué no se tira en la otra cama? — preguntó súbitamente la mujer — quien pareció adivinar sus pensamientos.

La sugestión podría ser cordial; pero en el tono de la voz había cualquier cosa menos cordialidad.

— ¿Y usted? — interrogó Linares.

— Estoy bien aquí. Esta noche no me pienso acostar.

Y repitió lentamente con su odioso modo: — Esta noche no. Al pronunciar esas palabras desvió el lóbrego ojo, para lanzar una mirada sobre el bulto tirado en la otra cuja.

Linares, inquieto, siguió la mirada. Ya lo tenía metido en zozobra el apacible dormir de aquel hombre, que no hacía un movimiento ni dejaba escapar un suspiro.

Para aliviar su recelo, intentó una observación amis- tosa: — ¡Lindo sueño el del patrón!

Fulguró bajo su capuchón el ojo diabólico.

— Lindo... — murmuró la mujer — . ¡No sabe qué lindo! ... Seguro que si se duerme, el compañero de pieza no lo va a molestar ...

Y de la garganta se le escapó una especie de risa que hizo estremecer a Linares. Fue como un siniestro cloqueo que se cortó en seco.

A lo mejor, la vieja aquella estaba loca. Lo único que le faltaba para completar el día. Sentóse en la cama, felicitándose de que la mala luz le Impidiera descubrir la roña que debía cubrirla. Su propósito era pasar en esa postura el resto de la noche. Agotado el kerosén del depósito, parpadeaba la lámpara, próxima a extinguirse. En la obscuridad, Linares adivinaba, más que veía, el bulto de la vieja, seguramente con aquel ojo de pesadilla fijo en él. Gradualmente se fue tendiendo a lo largo; pero no pensaba dormir; algo le impedía hacerlo en ese lugar saturado de espantosos olores, bajo la vigilante mirada de una bruja y en la proximidad de aquel cuerpo inmóvil como un cadáver. No dormiría. Pero el cansancio pudo más que su voluntad. El sueño se lo tragó de improviso.

Debió de dormir muchas horas seguidas. Más bien que sueño, el suyo le parecía más tarde un largo sopor de anestesia. Cuando abrió los ojos, hirió sus retinas la claridad de una de esas mañanas radiantes que suelen seguir a una noche tempestuosa.

Su despertar no fue espontáneo. Como voceada desde remotas distancias, entraba por sus oídos la insistente apelación, que no lograba volverlo al mundo de lo consciente.

— Mozo, levánteses. Ya es hora, mozo.

Y otras palabras que no alcanzaba a percibir, articuladas con acento áspero y agresivo.

Casi despierto ya, no recobraba la noción del sitio y las circunstancias. Solamente sentía agudos dolores en todo el cuerpo, bajo las ropas todavía mojadas. Estaba molido cerno después de una rodada.

Otra vez, la instancia de la vieja le repicó en las orejas;

— Mozo, levántese. Mozo...

Instantáneamente, su conciencia, por fin despierta, recuperó la lucidez y el recuerdo. La tormenta, el rancho solitario, la bruja del ojo escrutador, y aquel horrendo olor a carroña ...

Incorporóse de un salto, mirando a todos lados. A pocos pasos la vieja, de pie ahora, flaca y encorvada como un gancho, le volvía la espalda, ocupada en remover cacharros sobre la mesa. De pronto dióse vuelta y la luz le dio de lleno en la cara. ¿En la cara? ¿Era un semblante humano esa faz roída por rojizas llagas, deformada por espantosas hinchazones escamosas y blancuzcas? "Aquello" abrió una horrible abertura que había sido una boca y rió con la escalofriante risa escuchada la noche anterior.

— No tenga miedo, mozo. — Y otra vez dejó escapar aquel cloqueo siniestro. De un salto, Linares estuvo de pie, despavorido, sintiendo que se desmayaba de asco y horror. Todavía permanecía, inmóvil, envuelto en sucias mantas, el bulto macabro.

— El patrón ... Murió ayer. Lo velamos juntos.

Y el monstruo rió de nuevo, agitada hasta la convulsión por su tétrica alegría.

Linares no pudo oír más. Frenético, lanzóse afuera, gritando de pavor. Una honda aspiración le lavó internamente los pulmones con la húmeda frescura matinal. Sin saber cómo, temblando todo, ensilló rápidamente y montó, agarrando a disparar sin rumbo, sólo aguijado por el ansia desesperada de alejarse cuanto antes de aquel horror que dejaba atrás. Huía vertiendo su pánico en exclamaciones enloquecidas, pareciéndole que llevaba la muerte adherida a las ropas, a la carne, hasta en los mismos huesos.

 De: "Terror. Cuentos rojos y negros".


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Bajo la tormenta

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