Un adulterio
Ciro Bernal Ceballos
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Cuando el tísico llegó malhumorado a su vivienda mandó llamar al intendente.
Después de contarle su aventura le pidió noticias respecto a la desconocida.
El buen hombre escuchó atentamente la relación, e inclinándose con cortesanía, se apresuró a contestar:
–Es la señora Geraldina Kerse, de origen escocés, viuda de un rico inglés buscador de diamantes muerto en Borneo, que ha venido a pasar la temporada de primavera en su quinta del vecino pueblo.
–¿Qué posesión es ésa...?
–La casa colorada que usted habrá visto ya...
–¿Un edificio en forma de castillo?
–El mismo.
–¿Es inglesa?
–No, es hanoveriana, aunque sus padres, según su propio dicho, nacieron en Edimburgo...
–¿Vive sola... tiene hijos... parientes...?
–Habita el palacio acompañada de un mono a quien parece que el difunto quería mucho.
–¡Es curioso!
–Por cierto que la historia de su casamiento fue singular, pues según dicen, esa dama, aunque viuda, ¡es doncella...!
–No comprendo.
–Es muy sencillo. Se casó por poder cuando el marido agonizaba, víctima de una caída de caballo.
El matrimonio, por pactos de familia, fue arreglado telegráficamente, dando por resultado que la muchacha en unos cuantos días fuera casada y viuda y heredera de una gran fortuna.
Rogelio, excitado por el relato de su empleado, se propuso por mera curiosidad trabar relaciones con su enemiga.
Soñaba con una trivial aventura de amor.
Le parecía muy gracioso ser el amante de una viuda que bíblicamente no había conocido varón.
Mandó comprar a la ciudad un gran ramo de los más valiosos crisantemos.
Después de atarlo con un listón de raso, entre cuyos nudos encajó hábilmente su tarjeta, lo mandó al chalet de la señora.
El bouquet le fue devuelto.
Su vanidad de libertino elegante padeció sensiblemente haciendo que el fracaso, antes que desalentarle, le obligase a cobrar mayores bríos.
Sin trabajo logró averiguar que la esquiva acostumbraba pasear muy temprano por determinadas alamedas del jardín que circundaba su habitación.
Ordenó a sus sirvientes que adquirieran a cualquier precio todas las rosas de los vergeles de las cercanías.
En la noche, acompañado de dos jardineros, se introdujo furtivamente en el ajeno cercado para alfombrar con las preciosas flores todos los lugares que al siguiente día hollaría con sus preciosos pies la enojada vecina.
Esa vez fue más afortunado.
A la hora de la siesta recibió una pequeña cartulina en la que en magnífica letra inglesa se leía:
“Geraldina Kerse saluda a Don Rogelio Villamil expresándole que le complacería mucho que a las seis la acompañase a tomar el té”.
El enfermo sintió una jubilosa conmoción.
Según su costumbre, procedió a extraviar su mente en las más enmarañadas conjeturas.
¿Sería una gran dama?
¿Sería una gran aventurera?
¿Sería una gran romántica?
Seguramente alguna historia se ocultaba tras aquel cartoncillo que tocaba con sus dedos temblorosos.
¿Era una novela de pasión?
¿Era una novela de odio?
¿Era una novela de estupidez?
Se arregló como para un sarao.
A la hora de la cita llamaba con temblorosa mano a la puerta de la casa de la hermosa.
Un lacayo de patanesca catadura introdujo su tarjeta obligándole a esperar en un corredor solitario.
Rogelio se impacientaba.
Después de transcurridos varios minutos apareció el criado.
Sonriendo de una manera grosera se dirigió al visitante:
–Pase usted...
El corazón del sensitivo palpitaba furiosamente.
Entró. La encontró reclinada en una poltrona de dosélico respaldo vistiendo una elegancia impropia de las libertades indumentarias que la vida campestre otorga a los veraneantes.
El peinado a la Cleo de Mérode, aplicado a sus rútilos cabellos, afinaba con su elegante simplicidad las tenues líneas de su perfil de valkiria.
La mirada ossiánica de sus ojos claros, lanzando meteóricos destellos, se iba perdidamente hacia la entreabierta ventana que dejaba columbrar por su abertura el espectáculo que daba el fracaso del sol sobre el índigo del cielo en una conflagración de nubes estrambóticas...
Sonreía tenuemente exhibiendo una dentadura que en el tono rubro de las encías ostentaba escintilaciones de concha nácar.
La patricia testa era digna de ser efigiada por un eximio artífice en el óvalo de un camafeo exarado en cinco lágrimas.
Llevaba en su severo busto una blusa de surah de color rojo con amponas mangas tableadas, bordadas profusamente con grequitas griegas de hilo de oro.
Una falda de terciopelo negro de principesca cauda fimbriada con alamares de abalorio cubría la parte inferior de su aristocrática hermosura.
En la cintura, afianzando el gracioso moño de una banda de burato, ostentaba un ramillete formado con las rosas del mancebo.
Un cometa de diamantes refulgía sobre su seno ubérrimo, con las cadentes intermitencias que suscitaba el trabajo de la respiración al elevar o deprimir sus pechos...
En la penumbra...
Encaramado en un gran sillón, de primorosa talla, pensativo, expectante, atribulado, mirando a la diva, a la mujer, en harpocrática quietud, atentamente, inefablemente, con toda la atonía de sus grandes pupilas dolorosas, ¡estaba el gorila!
En la penumbra...
Rogelio saludó con la distinción de un dux.
Geraldina se inclinó con la gracia de una dogaresa.
No fue una visita de cortesía.
Hubo excusas por ambas partes.
Luego el té, el kirsh, el orgasmo de la atmósfera extenuada por el perfume de la bella, la proximidad de los sexos antagónicos, la música evocadora de las voces juveniles, animaron a los interlocutores, haciendo que de galantería en galantería, de sonrisa en sonrisa, se aventurasen por el camino de las confidencias hasta acabar por llegar a ser los mejores amigos del mejor de los mundos posibles...
Hablaron de literatura.
Sin alardes de mal gusto mostrose la solitaria como una dama de inmensa cultura.
Aseguraba no haber amado a nadie más que a Jack.
Su fiel amigo que la había salvado en un naufragio.
Su fiel amigo que la había acompañado en todas las desolaciones.
Su fiel amigo que había endulzado con su adicción todas sus amarguras.
Su fiel amigo que había llorado ingenuamente por todos sus desamparos...
No deseaba el matrimonio.
Había rechazado a muchos pretendientes porque así se lo ordenaba un instinto vaticinador que le hablaba todos los días de los hastíos del tálamo.
Además, como era muy rica, inmensamente rica, debía la fidelidad al que le había dado el bienestar que encontraba en el dinero.
¡Su pobre esposo muerto trágicamente...!
Su rubio caballero que había afrontado todos los peligros para que a ella nada le faltase.
¡Todos los trabajos!
En los desiertos africanos...
En las selvas indianas...
En las minas pavorosas...
En los mares coléricos...
¡Su pobre esposo muerto trágicamente...!
Pensar con erotismo en otro que él no fuese le parecía sencillamente una infamia...
¡Moriría virgen...!
Bullía en sus labios una sonrisa muy extraña.
Afirmó él que había buscado el amor por todas partes sin haber logrado encontrarlo nunca, a pesar de que por verse frente a él hubiera vertido su sangre.
El presentimiento de su extinción inminente no lo torturaba tanto como el de morir, relativamente joven, sin haber besado a la mujer predestinada que, como un luminoso fantasma, camina siempre custodiando solícita al compañero que le está dedicado por los inmutables designios de lo absoluto en la ascensión a través de las metamorfosis espirituales por el silencio del espacio.
Creía que las relaciones infinitas, para poder perdurar de la acción disgregadora de los milenios, debían iniciarse en las conjunciones alternas que vinculan a los cuerpos en el éxodo terreno.
Su orfandad le hacía dudar a veces de las certitudes virtuales de la existencia futura...
Sin embargo...
¡No quería creer que apagándose la llama que ponía la locomoción en sus ruinosos músculos sobrevendrían la sombra y la inercia y la nada...!
No debía estar olvidado de Dios.
Sería muy triste que al dejar la materia en la fosa, la orfandad de su alma se perdiera en el piélago sin poder incorporarse a los fulgores de algún astro...
A las nueve de la noche se despidió osculando con unción sacerdotal las divinas manos de la viuda.
Estaba enamorado de ella.
Presentía vagamente que nunca llegaría a poseerla por completo.
Un odio extraño le infernaba el corazón.
Desde aquella entrevista el trato de los jóvenes fue intimándose engendrando una pasión por parte del iluso que, exaltada por la resistencia de la solicitada, tomaba en su incesante crecimiento proporciones inquietantes.
El desamor de Geraldina tenía algo de feroz.
Ante él nada valían las promesas.
Ni las adulaciones.
Ni los juramentos...
Las desesperaciones inauditas del desventurado enfermo la tornaban pensativa.
Admiraba su talento, su gran superioridad moral, su rara instrucción, su elegancia, su apolónica belleza física... ¡pero no lo amaba!
No tenía para él las atenciones que al gorila dispensaba.
No tenía para él las contemplaciones que su taciturno Jack le merecía.
Rogelio, al verse pospuesto al animal, padecía como amigo, como varón, ¡como amante...!
Lo odiaba con insano rencor, meditando venganzas terribles contra él.
Quería envenenarlo, acuchillarlo, eliminarlo para siempre.
Pero no se atrevía a llevar a término efectivo las malas intenciones que al exterminio lo impulsaban por temor a un rompimiento definitivo con su amada. Pues sabía muy bien que ella no le hubiera perdonado nunca la muerte del cuadrumano.
El gorila no era malo. Tenía modales humanos, buena educación. Parecía una persona desgraciada; su tristeza era conmovedora, terrible, siniestra. Muchas veces, cuando estaba en la penumbra –encaramado en el gran sillón con respaldo de primorosa talla– pensativo, expectante, resignado, mirando a la diva, a la mujer, en harpocrática quietud, atentamente, inefablemente, con toda la angustia de sus pupilas dolorosas, una lágrima, una gota del fuego del dolor eterno ahogada en un sollozo de galeote resbalaba por los hirsutos pelos de su rostro formidable...
¡Lloraba... lloraba... lloraba...!
Luego, haciendo una espantosa mueca, aguzaba el hocico tendiéndolo hacia la dama.
Su actitud victoriosa evocaba verídicamente el beso negro del celoso veneciano al caer devorante sobre la rubia pelvis de Desdémona...
Geraldina con su voz de plata le llamaba:
–¡Jack... aquí!
El gorila, dando un salto felino, caía junto a la hanoveriana, e incontinente se apelotonaba en el suelo como un perro fiel lamiendo el tarso de los preciosos pies que suavemente lo golpeaban.
Después se adormecía blandamente, sideralmente, platónicamente, con las sutiles abstracciones de un teófilo nostálgico de las estelares moradas, lo mismo que un niño abandonado sobre cuyas inocencias cayese el ensueño en un diluvio de azucenas blancas, en un diluvio de rosas blancas, en un diluvio de estrellas blancas...
Rogelio se ponía furioso hasta el frenesí al ver que una bestia le usurpaba su lugar.
El mono, entreabriendo sus párpados, lo miraba con toda la sagacidad con que ven los animales cuando quieren expresar sus perspicacias.
¿Se reproducían, acaso, en los paisajes ideológicos de su pensamiento las mágicas escenas alumbradas por los esplendores de las esperanzas que alígeras transponen los edenes irreales y los paraísos artificiales y las glorias míticas; que copulativamente priman en toda alma para involucrar la psicostasia del verbo y el arrobo del sentimiento y la sustancia intrínseca de la virtud omnipotente que se aloja en la gota de agua lo mismo que en el mar, en la esencia del nectario lo mismo que en el aroma del saucedal, en la tímida lamparita del cocuyo lo mismo que en el fuego de la montaña...?
¿Acaso su amor no era una elevación del espíritu hacia las estridentes vibraciones del misterio cósmico...?
¿Acaso su amor no era una constancia rotunda de la preexistencia de la vida inicial en las palpitaciones continuas de la sombra magnética...?
¿Acaso su amor no era una oblación del barro impuro por el anhelo de trocarse en el oro copelado por el metalurgo...?
¿Acaso su amor no era una cristalización del carbón bruto que ansía convertirse en diamante pulido...?
¡Era el grito del orgullo alerta quien le decía al oído: serás como un dios...!
Amar lo hermoso, siendo feo, es comenzar a ser bello.
El derecho de la ambición es irrefregablemente más legítimo que el de existir.
La vitalidad puede ser una oprobiosa servidumbre.
El egoísmo, cuando tiende a la perfección individual, lo mismo que todos los sublimes arrebatos, será siempre ante los más severos tribunales de la conciencia un grito generado de la impulsión de las ansias más celestes de las transfiguraciones de las cosas.
Aspirar a lo que está encima de nosotros es empezar a ser grande.
Equivale a tener la audacia de arrancar con las uñas los luceros.
Para ser superior es indispensable respetar la relatividad de las fuerzas.
El vórtice anuncia el pináculo.
No crece el que no gasta desde abajo sus energías en pro de la exploración del piélago.
¿Qué mucho que un cuadrumano amara a una mujer...?
¿Qué mucho que una mujer amara a un cuadrumano...?
La novia que por compasión baja desde la felicidad hasta el infortunio y desde el jardín vivificante hasta la ergástula tortuosa y desde el trono regio hasta el precario estercolero para ofrecerle a un ser desdichado, a un ser débil que no goza de nada, que está exhausto de fueros y de pragmáticas y de prebendas y de privilegios, no la necia limosna de la religión que permite la doctrina canonicada, sino las inmunidades de un alma purificada y el consuelo de unas manos diafanadas por las caridades y la claridad de unas pupilas astrales y el placer y la jovialidad y el deleite del amor supremo que dimana de los cristianismos de la beatitud divina; la hembra que se entrega, sin egoísmos, sólo por el ansia de sufrir y sólo por el ansia de perdonar y sólo por el placer de encender la llama en la tiniebla, es por la que vibra el plexo nervioso, es por la que se aceleran las corrientes arteriales, es por la que el músculo nace y por la que vive y por la que crece y por la que trabaja y por la que combate. ¡Y por la que muere...!
Geraldina descendió mucho por piedad.
Por la moción de la gracia.
Jack ascendió demasiado por la inconciencia de su debilidad.
Él era un emigrado de la noche.
Ella era una idea que paseaba el hastío del cosmos por el lodo infecto del planeta.
Él era una desesperación.
Ella era una clemencia.
Él era una duda.
Ella era una iniciación.
Él era una lágrima perdida.
Ella era una sonrisa errante.
Sus miradas visionarias se encontraron de improviso en un punto de intersección de la fe, haciendo que de la conjunción milagrosa brotase una chispa de locura que sería el augurio de un idilio que, si resultó monstruoso, fue por una equivocación de la que ellos no eran responsables...
Rogelio fue el precepto que con sus atrabiliarias brutalidades hizo claudicar la castidad de la mujer revelándole el amor que –sin saberlo– experimentaba por el animal.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.
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