Diocrates Santo


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III

A partir de entonces, el viejo sólo comió legumbres y raíces cocidas. Como pasados muchos días insistiese Simón en ofrecerle un trozo de carne condimentada por él, Diocrates rehusóla en estos términos:

—Es un crimen privar de la vida a seres que tienen derecho a ella sólo por el pecaminoso placer de gustar su carne.

Simón refutó sus razones así:

—¡Oh! Has caído en el pecado soberbia: quieres corregir los designios de quien todo lo hizo, disponiéndolo todo de manera sabia e invariable. Cuando Él lo ha ordenado así, tú, su sacerdote más virtuoso, debes acatarlo... Y en otro sentido... ¡quién sabe si estos animales son seres inmundos que se negaron a reconocer su existencia... Tómala, tómala sin reparo.

El viejo, después de meditar, aceptó la oferta; luego, dejándose llevar de un arranque, arrojóla lejos de sí, pero a una nueva insinuación argumentada, recogió la carne del suelo, y comiósela tranquilamente.

Un grave desequilibrio obrábase en la mentalidad del anciano. Sus actos adquirían mayor anormalidad cada vez. Súbitas intemperancias de carácter sustituyeron a su genio antaño ecuánime y bondadoso. Tan pronto mostrábase dócil como impetuoso, exaltado; unas veces no quería entablar polémicas, y otras las suscitaba por sí. Y como síntesis, envolviendo todas las manifestaciones de su ser, una obsesión de santidad llegó a dominarle. Transcurría muchas horas rezando ante la cruz de piedra. Oraba por los buenos, por los perversos, por los impíos, por las alimañas...; por el único que no se atrevía a rezar era por su huésped. Sus grandes ojos azules, de soñador, adquirieron brillo de llamas.

Tanta meditación y penitencia postráronle abrasado en fiebres altísimas. Simón le cuidaba lleno del temor de perderlo; pero a los dos días de enfermedad hubo de ocultar su interés, pues el enfermo tornábase furioso apenas advertía su presencia.

Por un fenómeno de debilidad cerebral, combinada con las místicas aspiraciones, Diocrates llegó a suponer que Simón era una forma adoptada por Satanás para tentarle. Los mismos conocimientos históricos que le sirvieron para rogarle se quedara a vivir allí, sirviéronle para afirmarse ahora en sus creencias. Recordó que las hadas se ocultaban en los árboles bellos para hacer pecar a San Jerónimo; y en sueños, aparecíasele Simón, tranformado por ligeras variantes en un mefisto a quien no lograban ahuyentar exorcismos ni bendiciones.

Ya libre de las calenturas, la idea, en vez de desvanecerse, tomó más cuerpo y comenzó a dictarle resoluciones, las cuales, imitando al glorioso San Miguel, proponíase seguir. Y a cada una de las palabras de Simón le parecia que algo de su alma era arrebatado para integrarla después en las ignotas regiones del dolor y del fuego. Al concluir las crisis de violencia, Simón le amonestaba dulce, cariñosamente, callándose toda ironía; pero esto sólo sirvió para hacer sospechar a Diocrates un ardid del genio del mal, y para sugerirle una idea desesperada, horrorosa, que llevó a realidad aprovechando el sueño de su compañero.

Fue una corta escena intensa y trágica: el penitente, arrodillado, pedía fuerzas a Dios para realizar, para su mayor gloria, el acto meritorio. Concluidas las preces, hizo la divina señal, y transfigurado, radiante, reflejados en sus ojos las excelsitudes con que soñaba, levantó entre sus brazos la pesada cruz de granito. Luego, para no despertar al durmiente, acercósele en puntillas, temblando. El infeliz, en sueños, balbucía obscuras frases, quién sabe si de amor y hermandad. No pudo concluirlas; cayó sobre su cabeza la pesada mole, y un ruido áspero, escalofriante, el del cráneo al ser triturado por la piedra, tuvo cien ecos lúgubres, que poco a poco fueron repitiéndose a lo largo de la llanura hasta la ciudad, hasta el bosque...

En el suelo, en las túnicas y en los amorosos brazos de la cruz, que al estrechar por primera vez al descreído le arrancaron la vida, veíanse salpicaduras de sesos y de sangre. Y a Diocrates, después de limpiar las huellas de su obra, cuando arrastró el cadáver para darle reposo bajo tierra, le pareció que los músculos de la cara se habían contraído al morir con una mueca para él inconfundible, y que Simón, aun más allá de la región de la vida, seguía sonriendo, sonriendo siempre...


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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Diocrates Santo 17:51 Read by Alba
Diocrates Santo 13:05 Read by Alba
Diocrates Santo 9:13 Read by Alba
Diocrates Santo 1:24 Read by Alba