El vestido blanco


Read by Alba

Mayo, ramillete de lilas húmedas que Primavera prende a su corpino; Mayo, el de los tibios, indecisos sueños de la pubertad; Mayo, clarín de plata, que tocas diana a los poetas perezosos; Mayo, el que rebosa tantas flores como las barcas de Myssira: tus ojos claros se cierran en éxtasis voluptuoso y se escapa de tus labios el prometedor ¡hasta mañana!, cual mariposa azul de entre los pétalos de un lirio.

Hace poco, salía de la capilla, tapizada toda de rosas blancas, y entreteníame en ver la vocinglera turba de las niñas que con albos trajes, velos cándidos y botones de azahar en el tocado habían ido a ofrecer ramos fragantes a María. Mayo y María son dos nombres que se hermanan, que suavizan la palabra; dos sonrisas que se reconocen y se aman. No sé qué hilo de la Virgen une a ios dos. Uno es como el eco del otro. Mayo es el pomo y María es la esencia.

Las niñas ricas subían joviales a sus coches; las niñeras vestían de gala; santo orgullo expresaban en sus ojos, aún llorosos, las mamás. Acababan de recibir la confirmación de la maternidad.

En uno de aquellos grupos distinguí a mi amigo Adrián; salí a su encuentro; besé a la chicuela, que todavía no sabe hablar sino con sus padres y con sus muñecas: sentí ese fresco calor de inocencia, de edredón, de brazos maternales, que esparcen las criaturas sanas, bellas y felices; y cuando la palomita de alas tímidas, cerradas, se fue con la mamá y el aya, ruborizada la niña y de veras, por la primera vez, Adrián y yo, incansables andariegos, nos alejamos de las calles henchidas de gente dominguera, para ir a la calzada que sombrean los árboles y que buscan los enamorados al caer la tarde y los amigos de la soledad al medio día.

Adrián es un místico; pero no es, en rigor, un creyente. Lámpara robada al santuario, su flámula oscila, rebelde al aire libre; mas el aceite que la alimenta es el mismo que la hacía brillar, a modo de pupila extática, cuando, ya dormida la oración, velaba ella en el templo. Todavía busca esa llama la mirada de las monjas que rezaban maitines en el coro bajo; todavía siente con deleite el frío del alba, entrando por las ojivas; todavía la espanta el cuerpo negro de la lechuza, ansiosa de sorberla.

Como esa, hay muchas almas, en las que han quedado las creencias transfiguradas en espectros, que perturban el sueño con quejidos, sólo perceptibles para ellas, o en espíritus luminosos, pero mudos; almas tristes, como isla en medio del océano, que miran con envidia a la ola sumisa y a la ola resueltamente rebelde; almas cuyos ideales semejan estalactitas de una gruta obscura, bajo cuyas bóvedas muje el viento nocturno; almas que se ven vivir, cual si tuvieran siempre delante algún espejo, y a ocasiones, medrosas, apocadas, o por alto sentido estético y moral, cierran los ojos para no mirarse; almas en cuyo hueco más hondo atisba siempre vigilante y duro juez; almas que no sintiéndose dueñas de sí mismas, sino esclavos de potencias superiores e ignotas, claman en la sombra: ¿en dónde está, cuál es mi amo?

Adrián, sujeto a todas las iufluencias, buenas y malas; pétalo en el remolino humano; susceptible de entusiasmos y desfallecimientos, tenía aquella mañana el espíritu en una nube de incienso.

Había vuelto a la edad en que nadie le llamaba "papá" y él decía: ¡Padre! Pero como en él proyecta la alegría inseparable sombra de tristeza; como le acompaña siempre "el pobre niño vestido de negro que se asemeja como un hermano", hablóme así de su reciente júbilo:

—Tú no sabes cuánta melancolía produce un vestido blanco, cuando ya se ha vivido mucho para sí o para los otros. Esta mañana, al ver junto a la camita de mi niña el traje inmaculado que iba a vestir para ofrecerle, por primera vez, hermosas flores a la Virgen; al tocar ese velo sutilísimo que parece deshacerse como la niebla, si queremos asirla, sentí la vanidad del padre cuya hija comienza a dar los primeros pasos, a balbucear las primeras oraciones, y que, ataviada con primor, feliz porque de nada carece y todo ignora, camina al templo, ya conscientemente y como blanca molécula integrante de la comunión cristiana. La besé con más besos dentro de cada uno que otras veces.

Sonreí, reí al verla mirándose y admirándose en el espejo, como si preguntara: ¿Esa soy yo? Me encantaba la torpeza natural con que soltó a andar en su recamarita, cuidando de que el roce no ajara su vestido y levantando éste con la mano para que no lo tocase ni la alfombra. Ya en el coche, la acomodamos en su asiento como a una princesa pequeñuela de cuento de hadas que va a casarse con el rey azul. Parecía una hostia viva, y es, en verdad, la hostia de mi alma.

En el templo, la ceremonia no es solemne, es tierna. Solemne, la imposición de órdenes sacerdotales; solemne, la toma de hábito; solemne, el oficio de difuntos; solemne, la pompa del culto católico en los grandes días de la Iglesia; tierna, vívida, pura, esta angélica procesión de almas intactas que lleva flores a la Virgen.

Los cirios se me figuraban cuerpecitos de niños que se fueron adelgazando, murieron y se salvaron; cuerpecitos cuya alma casta resplandece, en forma de llama, fija en las niñas blancas que van a poner las primeras hojas de su nido en el ara de María. La Madre de Dios parece como más madre rodeada por todas esas virginidades, ignorantes aún de que lo son; por todas ésas inocencias que lo invocan. Las niñas sienten como que han crecido.

A la mía se la llevaron con las más pequeñas. Se la llevaron sin que ella resistiera. Se la llevaron... ¿sabes tú lo que esa frase significa? Antes y desde hace poco, sólo en casa andaba sola... en casa, esto es, en mis dominios. Desde aquel momento ya se iba con otras, sin echarnos de menos a la mamá y a mí; ya no nos pertenecía tanto como la víspera; ya no eran nuestras manos su apoyo único; ya su voluntad, acurrucada antes, entreabría las alas. Del coro infantil se alzó el canto balbuciente, parecido a una letanía de amor, oída desde lejos. La vi a ella bajar con algún trabajo de la banca y dirigirse paso a paso, todavía vacilante, con su ramo de flores, a las gradas del altar. Alzándome sobre las puntas de los pies, procuraba no perderla de vista, con miedo de que cayera, temeroso de que llorara; y no cayó ni lloró, ni volvió la vista a vernos; la acariciaban, la sonreían, preguntábanla su nombre, y esas sonrisas oreaban mi espíritu, como hálitos de cariños desconocidos a los que nunca volveré a encontrar.

Se iba; pero se iba con la Virgen, con el ideal del amor, con el ideal del dolor vestido de esperanza.

A ella, a María, sí se la dejaba sin temores, porque estaba cierto de que iba a devolvérmela, y si no a mí, a la madre, porque madre fue ella. Algo como agua lustral caía de mi ser. Sí, vuelca, hija, tu canastillo de botones blancos en las gradas del altar; dile a la Virgen que ponga, por vela, una ala de ángel en la barca de tu vida; pídele la pureza que es la santa ignorancia del placer doloroso... mas, ¿qué vas a pedirla, si sabes nada más pedir juguetes y la palabra vida no cristaliza todavía en tu entendimiento, ni, preguntona, ha salido de tus labios?

Después la vi volver. Los azahares temblaban en sus rizos rubios; parecía una novia. Llevaba de la mano a otra niña, más bajita de estatura: parecía una mamá.

Estas dos palabras: novia... mamá... dichas interiormente, despertaron en los ecos profundos de mi espíritu no sé qué rumores pavorosos. Hay otro vestido blanco, tal como éste, de ofrecer flores, acaso más lujoso, más rico en nubes de encaje, traje de resonante y larga cauda. Hay otros azahares que no brincan de gusto en las móviles cabecitas de las niñas, sino que están quietos y rígidos en la cabellera de la desposada. Ese vestido aguardará en el canapé, cuando llegue una mañana triste del mañana.

Ahora, ese vestido blanco, esos azahares, yo se los di, son míos, porque ella es mía. Pero... el otro, los otros, serán de alguien a quien no conozco, de alguien que vendrá, con más poder que yo, a arrancármela, porque la humanidad se perpetúa por ineludible ley de ingratitud. Y entonces, esa barca no volverá a la orilla en donde estoy, tras una breve travesía en el lago quieto; se perderá en el alta mar de la vida, sin que puedan ampararla, sin que, a nado, me sea posible darle alcance. ¿Cómo, en qué tono, brotará entonces de esos labios la palabra VIDA? En ese mar surge la bruma; allí lo Desconocido humano dice en voz alta su recóndito secreto; allí sólo cuando el dolor exasperado grita, el padre oye... el pobre padre que desde lejos adivina y calla.

Cuando se siente esa angustia moral, vuélvese el espíritu a la Virgen, diciéndole:—Abre los ojos para que haya luz. Te lleva flores: como tú tienes tantas, guarda, las que te ofrece, para ella .— Y yo no sé si porque la luz de los cirios inflama los ojos, se nos saltan algunas lágrimas que el calor o el orgullo varonil evaporan.

¿Verdad que el vestido blanco es sugestivo? Ser novia... ser mamá... pedir de veras a la Virgen... saber lo que es la vida... ¡ya el traje blanco se vistió de lutol

 

Y hay otro traje blanco... ¡ah, no, jamás... no hay otro traje blanco!

Mi amigo, el místico a lo Verlaine y a lo Rod, había dado el último sorbo del ópalo verde que da el sueño y la muerte.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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