Las naranjas
Gelesen von Alba
Alphonse Daudet
Las naranjas tiene en París el triste aspecto de frutas caídas, que se toman junto a los árboles. Cuando llegan, en pleno invierno lluvioso y frío, su brillante corteza y su excesivo aroma, en estos países de sabores moderados, les dan un aire extraño, algo bohemio. Durante las noches de niebla, van tristemente costeando las aceras, amontonadas en sus carritos ambulantes, al mezquino fulgor de un farolillo de papel rojo. Un grito monótono y débil, perdido entre el rodar de los coches y el barullo de los ómnibus, les sirve de escolta.
—¡A veinte céntimos naranjas de Valencia!
Para las tres cuartas partes de los parisienses, ese fruto traído de muy lejos, de vulgar redondez, donde el árbol no ha dejado nada más que un insignificante pedúnculo verde, participa de la golosina, de la confitería. El papel de seda en que está envuelto, las festividades a que acompaña, contribuyen a dicha impresión. Cuando enero se aproxima, sobre todo, los millares de naranjas esparcidas por las calles, todas esas cáscaras arrojadas en el barro del arroyo, hacen pensar en algún gigantesco árbol de Navidad que sacudiese sobre París sus ramas cuajadas de frutas artificiales. No hay rincón alguno donde no se vean. Tras los limpios cristales de un escaparate, elegidas y adornadas; a la puerta de prisiones y asilos, entre paquetes de bizcochos y pequeños montones de manzanas; delante de los peristilos de los bailes y teatros los domingos. Y su exquisito aroma se confunde con el olor del gas, el chirrido de las mamparas, el polvo de las banquetas del paraíso. Hasta se olvida que hacen falta naranjos para producir las naranjas; pues, mientras que la fruta nos la envían directamente del Mediodía metida en cajones, el árbol de la estufa donde pasa el invierno, cortado, transformado, disfrazado, sólo una vez aparece, y durante breve tiempo, al aire libre en los paseos públicos.
Para conocer bien las naranjas es necesario verlas en los países que las producen: en las islas Baleares, en Cerdeña, en Córcega, en Argelia, entre el aire azul dorado, en la tibia atmósfera del Mediterráneo. Jamás olvidaré un bosquecillo de naranjos que vi a las puertas de Blidah. ¡Allí sí que estaban hermosas! Entre el follaje obscuro, brillante, barnizado, las frutas tenían el lustre de vasos de color, y doraban el aire que las circundaba con esa aureola de esplendor que rodea a las flores de tonos vivos. Algunos claros permitían ver a través de las ramas las murallas de la reducida ciudad, el minarete de una mezquita, la cúpula de un marabut, y en lo alto la enorme masa del Atlas, verde en su base, nevada en la cima, como cubierta de blancas pieles, con cabrilleos, con la blancura de copos caídos.
Estando yo allí, una noche, por no sé qué fenómeno desconocido desde treinta años atrás, aquella zona de escarchas invernales agitose sobre la ciudad dormida, y Blidah se despertó transformada, empolvada de blanco. En aquel aire argelino, tan tenue y tan puro, semejaba la nieve polvo de nácar, con reflejos de plumas de pavo real. Lo más hermoso era el bosque de naranjos. Las verdes hojas conservaban la nieve intacta y enhiesta como sorbetes encima de platillos de laca, y todos los frutos espolvoreados de escarcha ofrecían una entonación suave y espléndida, una irradiación discreta, como el oro velado por transparentes telas blancas. Aquello producía la vaga impresión de una fiesta de iglesia, de sotanas rojas bajo albas de encajes, de dorados de altares rodeados de randas de hilo...
Sin embargo, mis más gratos recuerdos en materia de naranjas proceden de Barbicaglia, un gran jardín junto a Ajaccio, donde pasaba yo la siesta durante las horas de calor. Los naranjos, más altos y espaciados allí que en Blidah, llegaban hasta el camino, solamente separado del huerto por un seto vivo y una zanja. El mar, el inmenso mar azul, extendía su vasta planicie inmediatamente después del huerto. ¡Qué buenas horas he pasado en ese jardín! Por cima de mi cabeza, los naranjos florecidos y con fruto quemaban los aromas de sus esencias. Una naranja madura desprendíase del árbol, de vez en cuando, cayendo junto a mí, como aletargada por el calor, con un ruido mate y sin eco en la tierra apelmazada. Para apoderarme de ella, me bastaba extender la mano. Eran soberbias frutas, de un rojo purpúreo en su interior. Parecíanme exquisitas, y después ¡era tan hermoso el horizonte! Por entre las hojas percibíase el mar, en espacios azules deslumbradores como trozos de vidrio roto que espejearan entre las brumas del aire. Al mismo tiempo que eso, el movimiento del oleaje conmoviendo la atmósfera a grandes distancias, ese acompasado murmullo que nos mece como en una barca invisible, el calor, el olor de las naranjas... ¡Ah, qué bien se podía dormir en el huerto de Barbicaglia!
No obstante, en ocasiones, en el momento más grato de la siesta, despertábanme sobresaltado redobles de tambor. Eran infelices músicos militares que ensayaban allá abajo, en el camino. A través de los claros del seto brillaba el cobre de los tambores y veía yo los grandes mandiles blancos encima del pantalón encarnado. Para guarecerse un poco de la cegadora luz que el polvo del camino les enviaba de reflejo despiadadamente, situábanse los pobres diablos junto al jardín, en la breve sombra del seto. ¡Y valiente barullo el que armaban, y asfixiante calor el que sufrían! Entonces, saliendo por fuerza de mi hipnotismo, me entretenía arrojándoles algunos de esos hermosos frutos de oro rojo que pendían al alcance de mi mano. El tambor a quien apuntaba se detenía. Un minuto de vacilación, una mirada en torno para averiguar de dónde vendría la soberbia naranja que rodaba hasta él por la zanja; recogíala después con ligereza y mordía a boca llena, sin mondarla siquiera.
Recuerdo además que cerca de Barbicaglia, y separado solamente por una tapia baja, había un jardinillo bastante extraño, que dominaba yo desde la altura en que estaba. Era un rincón de tierra, de vulgar diseño. Sus calles, de brillante arena, encintadas de verdísimo boj, los dos cipreses de su puerta de entrada, dábanle apariencia de una casa de campo marsellesa. Ni una línea de sombra. En el fondo, un blanco edificio de piedra, con ventanas de sótano al ras del suelo. Al pronto creí que era una quinta; pero, después de mirar con más detenimiento, la cruz que la remataba y una inscripción grabada en la piedra, y cuyo texto no distinguía, me hicieron reconocer una tumba de familia corsa. En las inmediaciones de Ajaccio hay muchas de esas capillitas mortuorias, que se alzan solitarias rodeadas de jardines. La familia acude allí los domingos a visitar a sus muertos. Comprendida de ese modo la muerte, es menos triste que entre la confusión de los cementerios. Sólo pasos amigos turban el silencio.
Desde mi sitio contemplaba yo las idas y venidas de un anciano que circulaba tranquilamente por las alamedas. Todo el día estaba podando los árboles, cavando, regando, cortando las flores marchitas con minucioso esmero. Después, a la caída del sol, entraba en la capillita donde yacían los difuntos de su familia, guardaba los azadones, los rastrillos, las grandes regaderas, todo esto tranquilamente, con la serenidad de un jardinero de cementerio. No obstante, sin darse cuenta de ello, ese buen hombre trabajaba con cierto recogimiento, acallando los ruidos y con la puerta de la bóveda cerrada siempre discretamente, cual si abrigara el temor de despertar a alguno. En medio de aquel silencio absoluto, el arreglo del jardinillo no turbaba ni a un ave, y su vecindad nada tenía de triste; pero el mar parecía así más inmenso, el cielo más alto, y en aquella siesta interminable trascendía en torno de ella el sentimiento del descanso eterno, entre la naturaleza embriagadora, abrumadora, pletórica de vida.
(0 hr 13 min)Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.