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El crimen del otro

Gelesen von Alba

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Las aventuras que voy a contar datan de cinco años atrás. Yo salía entonces de la adolescencia. Sin ser lo que se llama un nervioso, poseía en el más alto grado la facultad de gesticular, arrastrándome a veces a extremos de tal modo absurdos que llegué a inspirar, mientras hablaba, verdaderos sobresaltos. Este desequilibrio entre mis ideas –las más naturales posibles– y mis gestos –los más alocados posibles–, divertían a mis amigos, pero sólo a aquellos que estaban en el secreto de esas locuras sin igual. Hasta aquí mis nerviosismos y no siempre. Luego entra en acción mi amigo Fortunato, sobre quien versa todo lo que voy a contar.

Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo; no había sobre la mesa un solo libro que no fuera de él. Toda mi cabeza estaba llena de Poe, como si la hubieran vaciado en el molde de “Ligeia”. ¡“Ligeia”! ¡Qué adoración tenía por este cuento! Todos e intensamente: Valdemar, que murió siete meses después; Dupin, en procura de la carta robada; las Sras. de Espanaye, desesperadas en su cuarto piso; Berenice, muerta a traición, todos, todos me eran familiares. Pero entre todos, el “Tonel del Amontillado” me había seducido como una cosa íntima mía: Montresor, “El Carnaval”, “Fortunato”, me eran tan comunes que leía ese cuento sin nombrar ya a los personajes; y al mismo tiempo envidiaba tanto a Poe que me hubiera dejado cortar con gusto la mano derecha por escribir esa maravillosa intriga. Sentado en casa, en un rincón, pasé más de cuatro horas leyendo ese cuento con una fruición en que entraba sin duda mucho de adverso para Fortunato. Dominaba todo el cuento, pero todo, todo, todo. Ni una sonrisa por ahí, ni una premura en Fortunato se escapaba a mi perspicacia. ¿Qué no sabía ya de Fortunato y su deplorable actitud?

A fines de diciembre leí a Fortunato algunos cuentos de Poe. Me escuchó amistosamente, con atención sin duda, pero a una legua de mi ardor. De aquí que al cansancio que yo experimenté al final, no pudo comparársele el de Fortunato, privado durante tres horas del entusiasmo que me sostenía.

Esta circunstancia de que mi amigo llevara el mismo nombre que el del héroe del “Tonel del Amontillado” me desilusionó al principio, por la vulgarización de un nombre puramente literario; pero muy pronto me acostumbré a nombrarle así, y aun me extralimitaba a veces llamándole por cualquier insignificancia: tan explícito me parecía el nombre. Si no sabía el “Tonel” de memoria, no era ciertamente porque no lo hubiera oído hasta cansarme. A veces en el calor del delirio le llamaba a él mismo Montresor, Fortunato, Luchesi, cualquier nombre de ese cuento; y esto producía una indescriptible confusión de la que no llegaba a coger el hilo en largo rato.

Difícilmente me acuerdo del día en que Fortunato me dio pruebas de un fuerte entusiasmo literario. Creo que a Poe puédese sensatamente atribuir ese insólito afán, cuyas consecuencias fueron exaltar a tal grado el ánimo de mi amigo que mis predilecciones eran un frío desdén al lado de su fanatismo. ¿Cómo la literatura de Poe llegó a hacerse sensible en la ruda capacidad de Fortunato? Recordando, estoy dispuesto a creer que la resistencia de su sensibilidad, lucha diaria en que todo su organismo inconscientemente entraba en juego, fue motivo de sobra para ese desequilibrio, sobre todo en un ser tan profundamente inestable como Fortunato.

En una hermosa noche de verano se abrió a mi alma en esta nueva faz. Estábamos en la azotea, sentados en sendos sillones de tela. La noche cálida y enervante favorecía nuestros proyectos de errabunda meditación. El aire estaba débilmente oloroso por el gas de la usina próxima. Debajo nuestro clareaba la luz tranquila de las lámparas tras los balcones abiertos. Hacia el este, en la bahía, los farolillos coloridos de los buques cargaban de cambiantes el agua muerta como un vasto terciopelo, fósforos luminosos que las olas mansas sostenían temblando, fijos y paralelos a lo lejos, rotos bajo los muelles. El mar, de azul profundo, susurraba en la orilla. Con las cabezas echadas atrás, las frentes sin una preocupación, soñábamos bajo el gran cielo lleno de estrellas, cruzado solamente de lado a lado –en aquellas noches de evolución naval– por el brusco golpe de luz de un crucero en vigilancia.

—¡Qué hermosa noche! –murmuró Fortunato–. Se siente uno más irreal, leve y vagante como una boca de niño que aún no ha aprendido a besar...

Gustó la frase, cerrando los ojos.

—El aspecto especial de esta noche –prosiguió– tan quieta, me trae a la memoria la hora en que Poe llevó al altar y dio su mano a lady Rowena Tremanión, la de ojos azules y cabellos de oro. Tremanión de Tremaine. Igual fosforescencia en el cielo, igual olor a gas...

Meditó un momento. Volvió la cabeza hacia mí, sin mirarme:

—¿Se ha fijado en que Poe se sirve de la palabra locura, ahí donde su vuelo es más grande? En “Ligeia” está doce veces.

No recordaba haberla visto tanto, y se lo hice notar.

—¡Bah! No es cuestión de que la ponga tantas veces, sino de que en ciertas ocasiones, cuando va a subir muy alto, la frase ha hecho ya notar esa disculpa de locura que traerá consigo el vuelo de poesía.

Como no comprendía claramente, me puse de pie, encogiéndome de hombros. Comencé a pasearme con las manos en los bolsillos. No era la única vez que me hablaba así. Ya dos días antes había pretendido arrastrarme a una interpretación tan novedosa de El Cameleopardo que hube de mirarle con atención, asustado de su carrera vertiginosa. Seguramente había llegado a sentir hondamente; ¡pero a costa de qué peligros!

Al lado de ese franco entusiasmo, yo me sentía viejo, escudriñador y malicioso. Era en él un desborde de gestos y ademanes, una cabeza lírica que no sabía ya cómo oprimir con la mano la frente que volaba. Hacía frases. Creo que nuestro caso se podía resumir en la siguiente situación: –en un cuarto donde estuviéramos con Poe y sus personajes, yo hablaría con éste, de éstos, y en el fondo Fortunato y los héroes de las Historias extraordinarias charlarían entusiasmados de Poe. Cuando lo comprendí recobré la calma, mientras Fortunato proseguía su vagabundaje lírico sin ton ni son:

—Algunos triunfos de Poe consisten en despertar en nosotros viejas preocupaciones musculares, dar un carácter de excesiva importancia al movimiento, coger al vuelo un ademán cualquiera y desordenarlo insistentemente hasta que la constancia concluya por darle una vida bizarra.

—Perdón –le interrumpí–. Niego por lo pronto que el triunfo de Poe consista en eso. Después, supongo que el movimiento en sí debe ser la locura de la intención de moverse...

Esperé lleno de curiosidad su respuesta, atisbándole con el rabo del ojo.

—No sé –me dijo de pronto con la voz velada como si el suave rocío que empezaba a caer hubiera llegado a su garganta–. Un perro que yo tengo sigue y ladra cuadras enteras a los carruajes. Como todos. Les inquieta el movimiento. Les sorprende también que los carruajes sigan por su propia cuenta a los caballos. Estoy seguro de que si no obran y hablan racionalmente como nosotros, ello obedece a una falla de la voluntad. Sienten, piensan, pero no pueden querer. Estoy seguro.

¿Adónde iba a llegar aquel muchacho, tan manso un mes atrás? Su frente estrecha y blanca se dirigía al cielo. Hablaba con tristeza, tan puro de imaginación que sentí una tibia fiebre de azuzarle. Suspiré hondamente:

—¡Oh Fortunato! –Y abrí los brazos al mar como una griega antigua. Permanecí así diez segundos, seguro de que iba a provocarle una repetición infinita del mismo tema. En efecto, habló, habló con el corazón en la boca, habló todo lo que despertaba en aquella encrespada cabeza. Antes le dije algo sobre la locura en términos generales. Creo sobre la facultad de escapar milagrosamente al movimiento durante el sueño.

—El sueño –cogió y siguió– o, más bien dicho, el ensueño durante el sueño, es un estado de absoluta locura. Nada de conciencia, esto es, la facultad de presentarse a sí mismo lo contrario de lo que se está pensando y admitirle como posible. La tensión nerviosa que rompe las pesadillas tendría el mismo objeto que la ducha en los locos: el chorro de agua provoca esa tensión nerviosa que llevará al equilibrio, mientras en el ensueño esa misma tensión quiebra, por decirlo así, el eje de la locura. En el fondo el caso es el mismo: prescindencia absoluta de oposición. La oposición es el otro lado de las cosas. De las dos conciencias que tienen las cosas, el loco o el soñador sólo ve una: la afirmativa o la negativa. Los cuerdos se acogen primero a la probabilidad, que es la conciencia loca de las cosas. Por otra parte, los sueños de los locos son perfectamente posibles. Y esta misma posibilidad es una locura, por dar carácter de realidad a esa inconsciencia: no la niega, la cree posible.

Hay casos sumamente curiosos. Sé de un juicio donde el reo tenía en la parte contraria la acusación de un testigo del hecho. Le preguntaban: —¿Ud. vio tal cosa? El testigo respondía: —Sí. Ahora bien, la defensa alegaba que siendo el lenguaje una convención, era solamente posible que en el testigo la palabra expresara afirmación. Proponía al jurado examinar la curiosa adaptación de las preguntas al monosílabo del testigo. En pos de éstas, hubiera sido imposible que el testigo dijera: no (entonces no sería afirmación, que era lo único de que se trataba, etc., etc.).

¡Valiente Fortunato! Habló todo esto sin respirar, firme con su palabra, los ojos seguros en que ardían como vírgenes todas estas castas locuras. Con las manos en los bolsillos, recostado en la balaustrada, le veía discurrir. Miraba con profunda atención, eso sí, un ligero vértigo de cuando en cuando. Y aún creo que esta atención era más bien una preocupación mía.

De repente levantamos la cabeza: el foco de un crucero azotó el cielo, barrió el mar, la bahía se puso clara con una lívida luz de tormenta, sacudió el horizonte de nuevo, y puso en manifiesto a lo lejos, sobre el agua ardiente de estaño, la fila inmóvil de acorazados.

Distraído, Fortunato permaneció un momento sin hablar. Pero la locura, cuando se la estrujan los dedos, hace piruetas increíbles que dan vértigos, y es fuerte como el amor y la muerte. Continuó:

—La locura tiene también sus mentiras convencionales y su pudor. No negará Ud. que el empeño de los locos en probar su razón sea una de aquéllas. Un escritor dice que tan ardua cosa es la razón que aun para negarla es menester razonar. Aunque no recuerdo bien la frase, algo de ello es. Pero la conciencia de una meditación razonable sólo es posible recordando que ésta podría no ser así. Habría comparación, lo que no es posible tratándose de una solución –uno de cuyos términos causales es reconocidamente loco. Sería tal vez un proceso de idea absoluta. Pero bueno es recordar que los locos jamás tienen problemas o hallazgos: tienen ideas.

Continuó con aquella su sabiduría de maestro y de recuerdos despertados a sazón:

—En cuanto al pudor, es innegable. Yo conocí un muchacho loco, hijo de un capitán, cuya sinrazón había dado en manifestarse como ciencia química. Contábanme sus parientes que aquél leía de un modo asombroso, escribía páginas inacabables, daba a entender, por monosílabos y confidencias vagas, que había hallado la ineficacia cabal de la teoría atómica (creo se refería en especial a los óxidos de manganeso. Lo raro es que después se habló seriamente de esas inconsecuencias del oxígeno). El tal loco era perfectamente cuerdo en lo demás, cerrándose a las requisitorias enemigas por medio de silbidos, pst y levantamientos del bigote. Gozaba del triste privilegio de creer que cuantos con él hablaban querían robarle su secreto. De aquí los prudentes silbidos que no afirmaban ni negaban nada.

Ahora bien, yo fui llamado una tarde para ver lo que de sólido había en esa desvariada razón. Confieso que no pude orientarme un momento a través de su mirada de perfecto cuerdo, cuya única locura consistía entonces en silbar y extender suavemente el bigote, pobre cosa. Le hablé de todo, demostré una ignorancia crasa para despertar su orgullo, llegué hasta exponerle teoría tan extravagante y absurda que dudé si esa locura a alta presión sería capaz de ser comprendida por un simple loco. Nada hallé. Respondía apenas: —es verdad... son cosas... pst... ideas... pst... pst... —Y aquí estaban otra vez las ideas en toda su fuerza.

Desalentado, le dejé. Era imposible obtener nada de aquel fino diplomático. Pero un día volví con nuevas fuerzas, dispuesto a dar a toda costa con el secreto de mi hombre. Le hablé de todo otra vez; no obtenía nada. Al fin, al borde del cansancio, me di cuenta de pronto de que durante esa y la anterior conferencia yo había estado muy acalorado con mi propio esfuerzo de investigación y hablé en demasía; había sido observado por el loco. Me calmé entonces y dejé de charlar. La cuestión cesó y le ofrecí un cigarro. Al mirarme inclinándose para cogerle, me alisé los bigotes lo más suavemente que me fue posible. Dirigióme una mirada de soslayo y movió la cabeza sonriendo. Aparté la vista, mas atento a sus menores movimientos. Al rato no pudo menos que mirarme de nuevo, y yo a mi vez me sonreí sin dejar el bigote. El loco se serenó por fin y habló todo lo que deseaba saber.

Yo había estado dispuesto a llegar hasta el silbido; pero con el bigote bastó.

La noche continuaba en paz. Los ruidos se perdían en aislados estremecimientos, el rodar lejano de un carruaje, los cuartos de hora de una iglesia, un ¡ohé! en el puerto. En el cielo puro las constelaciones ascendían; sentíamos un poco de frío. Como Fortunato parecía dispuesto a no hablar más, me subí el cuello del saco, froté rápidamente las manos, y dejé caer como una bala perdida:

—Era perfectamente loco.

Al otro lado de la calle, en la azotea, un gato negro caminaba tranquilamente por el pretil. Debajo nuestro dos personas pasaron. El ruido claro sobre el adoquín me indicó que cambiaban de vereda; se alejaron hablando en voz baja. Me había sido necesario todo este tiempo para arrancar de mi cabeza un sinnúmero de ideas que al más insignificante movimiento se hubieran desordenado por completo. La vista fija se me iba. Fortunato decrecía, decrecía, hasta convertirse en un ratón que yo miraba. El silbido desesperado de un tren expreso correspondió exactamente a ese monstruoso ratón. Rodaba por mi cabeza una enorme distancia de tiempo y un pesadísimo y vertiginoso girar de mundos. Tres llamas cruzaron por mis ojos, seguidas de tres dolorosas puntadas de cabeza. Al fin logré sacudir eso y me volví:

—¿Vamos?

—Vamos. Me pareció que tenía un poco de frío.

Estoy seguro de que lo dijo sin intención; pero esta misma falta de intención me hizo temer no sé qué horrible extravío.

* * *

Esa noche, solo ya y calmado, pensé detenidamente. Fortunato me había transformado, esto era verdad. ¿Pero me condujo él al vértigo en que me había enmarañado, dejando en las espinas, a guisa de cándidos vellones de lana, cuatro o cinco ademanes rápidos que enseguida oculté? No lo creo. Fortunato había cambiado, su cerebro marchaba aprisa. Pero de esto al reconocimiento de mi superioridad había una legua de distancia. Este era el punto capital: yo podía hacer mil locuras, dejarme arrebatar por una endemoniada lógica de gestos repetidos; dar en el blanco de una ocurrencia del momento y retorcerla hasta crear una verdad extraña; dejar de lado la mínima intención de cualquier movimiento vago y acogerse a la que podría haberle dado un loco excesivamente detallista; todo esto y mucho más podía yo hacer. Pero en estos desenvolvimientos de una excesiva posesión de sí, virutas de torno que no impedían un centraje absoluto, Fortunato sólo podía ver trastornos de sugestión motivados por tal o cual ambiente propicio, de que él se creía sutil entrenador.

Pocos días más tarde me convencí de ello. Paseábamos. Desde las cinco habíamos recorrido un largo trayecto: los muelles de Florida, las revueltas de los pasadizos, los puentes carboneros, la Universidad, el rompeolas que había de guardar las aguas tranquilas del puerto en construcción, cuya tarjeta de acceso nos fue acordada gracias al recrudecimiento de amistad que en esos días tuvimos con un amigo nuestro –ahora de luto­– estudiante de ingeniería. Fortunato gozaba esa tarde de una estabilidad perfecta, con todas sus nuevas locuras, eso sí, pero tan en equilibrio como las del loco de un manicomio cualquiera. Hablábamos de todo, los pañuelos en las manos, húmedos de sudor. El mar subía al horizonte, anaranjado en toda su extensión; dos o tres nubes de amianto erraban por el cielo purísimo; hacia el cerro de negro verdoso, el sol que acababa de trasponerlo circundábalo de una aureola dorada.

Tres muchachos cazadores de cangrejos pasaron a lo largo del muro. Discutieron un rato. Dos continuaron la marcha saltando sobre las rocas con el pantalón a la rodilla; el otro se quedó tirando piedras al mar. Después de cierto tiempo exclamé, como en conclusión de algún juicio interno provocado por la tal caza:

—Por ejemplo, bien pudiera ser que los cangrejos caminaran hacia atrás para acortar las distancias. Indudablemente el trayecto es más corto.

No tenía deseos de descarrilarle. Dije eso por costumbre de dar vuelta a las cosas. Y Fortunato cometió el lamentable error de tomar como locura mía lo que era entonces locura completamente del animal, y se dejó ir a corolarios por demás sutiles y vanidosos.

Una semana después Fortunato cayó. La llama que temblaba sobre él se extinguió, y de su aprendizaje inaudito, de aquel lindo cerebro desvariado que daba frutos amargos y jugosos como las plantas de un año, no quedó sino una cabeza distendida y hueca, agotada en quince días, tal como una muchacha que tocó demasiado pronto las raíces de la voluptuosidad. Hablaba aún, pero disparataba. Si cogía a veces un hilo conductor, la misma inconsciente crispación de ahogado con que se sujetaba a él, le rompía. En vano traté de encauzarle, haciéndole notar de pronto con el dedo extendido y suspenso para lavar ese imperdonable olvido, el canto de un papel, una mancha diminuta del suelo. Él, que antes hubiera reído francamente conmigo, sintiendo la absoluta importancia de esas cosas así vanidosamente aisladas, se ensañaba ahora de tal modo con ellas que les quitaba su carácter de belleza únicamente momentánea y para nosotros.

Puesto así fuera de carrera, el desequilibrio se acentuó en los días siguientes. Hice un último esfuerzo para contener esa decadencia volviendo a Poe, causa de sus exageraciones. Pasaron los cuentos, “Ligeia”, “El doble crimen”, “El gato”. Yo leía, él escuchaba. De vez en cuando le dirigía rápidas miradas: me devoraba constantemente con los ojos, en el más santo entusiasmo.

No sintió absolutamente nada, estoy seguro. Repetía la lección demasiado sabida, y pensé en aquella manera de enseñar a bailar a los osos, de que hablan los titiriteros avezados; Fortunato ajustaba perfectamente en el marco del organillo. Deseando tocarle con fuego, le pregunté, distraído y jugando con el libro en el aire:

—¿Qué efecto cree Ud. que le causaría a un loco la lectura de Poe?

Locamente temió una estratagema por el jugueteo con el libro, en que estaba puesta toda su penetración.

—No sé. Y repitió: no sé, no sé, no sé, –bastante acalorado.

—Sin embargo, tiene que gustarles. ¿No pasa eso con toda narración dramática o de simple idea, ellos que demuestran tanta afición a las especulaciones? Probablemente viéndose instigados en cualquier Corazón revelador se desencadenarán por completo.

—¡Oh! no –suspiró–. Lo probable es que todos creyeran ser autores de tales páginas. O simplemente, tendrían miedo de quedarse locos. Y se llevó la mano a la frente, con alma de héroe.

Suspendí mis juegos malabares. Con el rabo del ojo me enviaba una miradilla vanidosa. Pretendía afrontarlo y me desvié. Sentí una sensación de frío adelgazamiento en los tobillos y el cuello; me pareció que la corbata, floja, se me desprendía.

—¡Pero está loco! –le grité levantándome con los brazos abiertos. —¡Está loco! –grité más. Hubiera gritado mucho más pero me equivoqué y saqué toda la lengua de costado. Ante mi actitud, se levantó evitando apenas un salto, me miró de costado, acercóse a la mesa, me miró de nuevo, movió dos o tres libros, y fue a fijar cara y manos contra los vidrios, tocando el tambor.

Entretanto yo estaba ya tranquilo y le pregunté algo. En vez de responderme francamente, dio vuelta un poco la cabeza y me miró a hurtadillas, si bien con miedo, envalentonado por el anterior triunfo. Pero se equivocó. Ya no era tiempo, debía haberlo conocido. Su cabeza, en pos de un momento de loca inteligencia dominadora, se había quebrado de nuevo.

* * *

Un mes siguió. Fortunato marchaba rápidamente a la locura, sin el consuelo de que ésta fuera uno de esos anonadamientos espirituales en que la facultad de hablar se convierte en una sencilla persecución animal de las palabras. Su locura iba derecha a un idiotismo craso, imbecilidad de negro que pasea todas las mañanas por los patios del manicomio su cara pintada de blanco. A ratos atareábame en apresurar la crisis, descargándome del pecho, a grandes maneras, dolores intolerables; sentándome en una silla en el extremo opuesto del cuarto, dejaba caer sobre nosotros toda una larga tarde, seguro de que el crepúsculo iba a concluir por no verme. Tenía avances. A veces gozaba haciéndose el muerto, riéndose de ello hasta llorar. Dos o tres veces se le cayó la baba. Pero en los últimos días de febrero le acometió un irreparable mutismo del que no pude sacarle por más esfuerzos que hice. Me hallé entonces completamente abandonado. Fortunato se iba, y la rabia de quedarme solo me hacía pensar en exceso.

Una noche de estas, le cogí del brazo para caminar. No sé adonde íbamos, pero estaba contentísimo de poder conducirle. Me reía despacio sacudiéndole del brazo. Él me miraba y se reía también, contento. Una vidriera, repleta de caretas por el inminente carnaval, me hizo recordar un baile para los próximos días de alegría, de[l] que la cuñada de Fortunato me había hablado con entusiasmo.

—Y Ud., Fortunato, ¿no se disfrazará?

—Sí, sí.

—Entiendo que iremos juntos.

—Divinamente.

—¿Y de qué se disfrazará?

—¿Me disfrazaré?...

—Ya sé, –agregué bruscamente– de Fortunato.

—¿Eh? –rompió éste, enormemente divertido.

—Sí, de eso.

Y le arranqué de la vidriera. Había hallado una solución a mi inevitable soledad, tan precisa, que mis temores sobre Fortunato se iban al viento como un pañuelo. ¿Me iban a quitar a Fortunato? Está bien. ¿Yo me iba a quedar solo? Está bien. ¿Fortunato no estaba a mi completa disposición? Está bien. Y sacudía en el aire mi cabeza tan feliz. Esta solución podía tener algunos puntos difíciles; pero de ella lo que me seducía era su perfecta adaptación a una famosa intriga italiana, bien conocida mía, por cierto –y sobre todo la gran facilidad para llevarla a término. Seguí a su lado sin incomodarle. Marchaba un poco detrás de él, cuidando de evitar las junturas de las piedras para caminar debidamente: tan bien me sentía.

Una vez en la cama, no me moví, pensando con los ojos abiertos. En efecto, mi idea era ésta: hacer con Fortunato lo que Poe hizo con Fortunato. Emborracharle, llevarle a la cueva con cualquier pretexto, reírse como un loco... ¡Qué luminoso momento había tenido! Los disfraces, los mismos nombres. Y el endemoniado gorro de cascabeles... Sobre todo: ¡qué facilidad! Y por último un hallazgo divino: como Fotunato estaba loco, no tenía necesidad de emborracharlo. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .

A las tres de la mañana supuse próxima la hora. Fortunato, completamente entregado a galantes devaneos, paseaba del brazo a una extraviada Ofelia, cuya cola, en sus largos pasos de loca, barría furiosamente el suelo.

Nos detuvimos delante de la pareja.

—¡Y bien, querido amigo! ¿No es Ud. feliz en esta atmósfera de desbordante alegría?

—Sí, feliz –repitió Fortunato alborozado.

Le puse la mano sobre el corazón:

—¡Feliz como todos nosotros!

El grupo se rompió a fuerza de risas. Mi amplio ademán de teatro las había conquistado.

Continué:

—Ofelia ríe, lo que es buena señal. Las flores son un fresco rocío para su frente. La cogí la mano y agregué: —¿no siente Ud. en mi mano la Razón Pura? Verá Ud., curará, y será otra en su ancho, pesado y melancólico vestido blanco... Y a propósito, querido Fortunato: ¿no le evoca a Ud. esta galante Ofelia una criatura bien semejante en cierto modo? Fíjese Ud. en el aire, los cabellos, la misma boca ideal, el mismo absurdo deseo de vivir sólo por la vida... perdón –concluí volviéndome–: son cosas que Fortunato conoce bien.

Fortunato me miraba asombrado, arrugando la frente. Me incliné a su oído y le susurré apretándole la mano:

—¡De “Ligeia”, mi adorada “Ligeia”!

—¡Ah, sí, ah sí! –y se fue. Huyó al trote, volviendo la cabeza con inquietud como los perros que oyen ladrar no se sabe dónde.

A las tres y media marchábamos en dirección a casa. Yo llevaba la cabeza clara y las manos frías; Fortunato no caminaba bien. De repente se cayó, y al ayudarle se resistió tendido de espaldas. Estaba pálido, miraba ansiosamente a todos lados. De las comisuras de sus labios pendientes caían fluidas babas. De pronto se echó a reír. Le dejé hacer un rato, esperando fuera una pasajera crisis de que aún podría volver.

Pero había llegado el momento; estaba completamente loco, mudo y sentado ahora, los ojos a todos lados, llorando a la luz de la luna en gruesas, dolorosas e incesantes lágrimas, su asombro de idiota.

Le levanté como pude y seguimos la calle desierta. Caminaba apoyado en mi hombro. Sus pies se habían vuelto hacia adentro.

Estaba desconcertado. ¿Cómo hallar el gusto de los tiernos consejos que pensaba darle a semejanza del otro, mientras le enseñaba con prolija amistad mi sótano, mis paredes, mi humedad y mi libro de Poe, que sería el tonel en cuestión? No habría nada, ni el terror al fin cuando se diera cuenta. Mi esperanza era que reaccionase, siquiera un momento para apreciar debidamente la distancia a que nos íbamos a hallar. Pero seguía lo mismo. En cierta calle una pareja pasó al lado nuestro, ella tan bien vestida que el alma antigua de Fortunato tuvo un tardío estremecimiento y volvió la cabeza. Fue lo último. Por fin llegamos a casa. Abrí la puerta sin ruido, le sostuve heroicamente con un brazo mien­tras cerraba con el otro, atravesamos los dos patios y bajamos al sótano. Fortunato miró todo atentamente y quiso sacarse el frac, no sé con qué objeto.

En el sótano de casa había un ancho agujero revocado, cuyo destino en otro tiempo ignoro del todo. Medía tres metros de profundidad por dos de diámetro. En días anteriores había amontonado en un rincón gran cantidad de tablas y piedras, apto todo para cerrar herméticamente una abertura. Allí conduje a Fortunato, y allí traté de descenderle. Pero cuando le cogí de la cintura se desasió violentamente, mirándome con terror. ¡Por fin! Contento, me froté las manos. Toda mi alma estaba otra vez conmigo. Me acerqué sonriendo y le dije al oído, con cuanta suavidad me fue posible:

—¡Es el pozo, mi querido Fortunato!

Me miró con desconfianza, escondiendo las manos.

—Es el pozo... ¡el pozo, querido amigo!

Entonces una luz pálida le iluminó los ojos. Tomó de mi mano la vela, se acercó cautelosamente al hueco, estiró el cuello y trató de ver el fondo. Se volvió, interrogante.

—¿...?

—¡El pozo! –concluí, abriendo los brazos. Su vista siguió mi ademán.

—¡Ah, no! –me reí entonces, y le expresé claramente bajando las manos:

—¡El pozo!

Era bastante. Esta concreta idea: el pozo, concluyó por entrar en su cerebro completamente aislada y pura. La hizo suya: era el pozo. Fue feliz del todo.

Nada me quedaba casi por hacer. Le ayudé a bajar, y aproximé mi seudocemento. En pos de cada acción acercaba la vela y le miraba.

Fortunato se había acurrucado, completamente satisfecho. Una vez me chistó.

—¿Eh? –me incliné. Levantó el dedo sagaz y lo bajó perpendicularmente. Comprendí y nos reímos con toda el alma.

De pronto me vino un recuerdo y me asomé rápidamente:

—¿Y el nitro? –Callé enseguida. En un momento eché encima las tablas y piedras. Ya estaba cerrado el pozo y Fortunato dentro. Me senté entonces, coloqué la vela al lado y como El Otro, esperé.

—¡Fortunato!

Nada: ¿Sentiría?

Más fuerte. —¡Fortunato!

Y un grito sordo, pero horrible, subió del fondo del pozo. Di un salto, y comprendí entonces, pero locamente, la precaución de Poe al llevar la espada consigo. Busqué un arma desesperadamente: no había ninguna. Cogí la vela y la estrellé contra el suelo. Otro grito subió, pero más horrible. A mi vez aullé:

—¡Por el amor de Dios!

No hubo ni un eco. Aún subió otro grito y salí corriendo y en la calle corrí dos cuadras. Al fin me detuve, la cabeza zumbando.

¡Ah, cierto! Fortunato estaba metido dentro de su agujero y gritaba. ¿Habría filtraciones?... Seguramente en el último momento palpó claramente lo que se estaba haciendo... ¡Qué facilidad para encerrarlo! El pozo... era su pasión. El otro Fortunato había gritado también. Todos gritan, porque se dan cuenta de sobra. Lo curioso es que uno anda más ligero que ellos...

Caminaba con la cabeza alta, dejándome ir a ensueños en que Fortunato lograba salir de su escondrijo y me perseguía con iguales asechanzas... ¡Qué sonrisa más franca la suya!... Presté oído... ¡Bah! Buena había sido la idea de quien hizo el agujero. Y después la vela...

Eran las cuatro. En el centro barrían aún las últimas máquinas. Sobre las calles claras la luna muerta descendía. De las casas dormidas quién sabe por qué tiempo, de las ventanas cerradas, caía un vasto silencio. Y continué mi marcha gozando las últimas aventuras con una fruición tal que no sería extraño que yo a mi vez estuviera un poco loco.

(1 hr 1 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

Chapters

El crimen del otro

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Read by Alba