El ánima sola
Gelesen von Alba
Tomás Carrasquilla
Ni una vez, ni una, se acusó a sí propio el licenciado de la tragedia del castillo. A raíz del pero, tembló por su cabeza, temiendo que el garzón le divulgase; con la muerte del castellano respiró. Para el corazón de ángel que le quiso con ternura y le colmó de favores; que llevó, sin venderle, sin maldecir de su nombre, la espina envenenada, no tuvo luego el victimario ni el perfume de un recuerdo.
Pasó el tiempo y hasta la misma balada se olvidó.
Viento favorable había elevado al licenciado Prez y honra le dieron sus talentos, su saber, los altos puestos que ocupó y los grandes personajes que frecuentaba. A mayor abundamiento, un su tío, arcediano opulentísimo, lo instituyó su único heredero. No obstante todo esto, y los cincuenta años en que frisaba, permanecía célibe.
Embebido hallábase una noche el insigne Reinaldo en la maraña de ruidosa litis, de que era parte, y, a tiempo que pasaba de Las Pandectas á El Digesto y de los fueros a las pragmáticas, oyó que Timbre de Gloria, con voz triste y suplicante, le dijo al oído: ¿Pero qué, maestro?
Soplo helado de ultratumba le recorrió las vértebras, le erizó los pelos, y lo dejó en la silla como petrificado. Allí quedara, si un trueno horrible que conmovió los cimientos de la tierra, no lo botase del sillón y lo volviese a la vida. Tiróse en el lecho como un sonámbulo, y la conciencia, muda hasta entonces, le habló.
A la mañana siguiente se postraba, bañado en llanto, retorcido de dolor, ante un sacerdote. De todo le absolvió... menos del pero. Vuela al obispo, y tampoco: es delito reservado al Papa, al Papa únicamente. ¿Qué hace?
Sale y publica su falta por calles y por plazas; corre a sus arcas, vacia las talegas y reparte el oro entre los pobres; va á un escribano y cede lo demás á templos y hospitales. Nada se reserva. Viste luego el sayal de peregrino; coge un báculo y emprende, á pie descalzo, camino de Roma. Implora donde llega el mendrugo de pan; duerme en despoblado sobre asperezas y cantiles; golpéase el pecho con piedras puntiagudas. Demacrado, macilento, el cuerpo una sola llaga, toca á las puertas de la ciudad Eterna, treinta y tres meses después. Merced á los buenos oficios de unos monjes llega hasta su Santidad.
Oyóle el Vicario de Cristo y le dijo: Enorme es tu delito, hijo mío; enorme ha de ser tu penitencia. Mucho has expiado hasta ahora; pero ese mucho es á tu falta lo que una gota de agua al mar. Parte ahora mismo, y, siguiendo siempre hacia Oriente, peregrina hasta que mueras. Tomarás, por todo sustento, tres bocados cotidianos de pan negro y tres veces la porción de agua que te quepa en la cuenca de tu mano. Sólo dos horas dormirás, y estás al mediodía y siempre sobre piedras y á la intemperie, lo mismo en invierno que en verano. A donde quiera que llegues, solicita por los muertos del día, y véla tú solo al que la suerte te depare. Si no le hay, véla este esqueleto, que has de llevar siempre contigo, sobre la espalda, pegado á tus carnes bajo el sayal de lana. Te ceñirás tibias y peronés á la cintura, como un cilicio; cúbitos y radios, al cuello, como un cordel. Toma esta caldereta que contiene el agua inagotable del perdón, y esta rama inmarcesible de olivo. Llévalos siempre ocultos y da con ellos paz á cuantos muertos velares. Si cumples esto, hijo mío, hasta tu muerte, estarás en vía de salvación.
Ciñóse allí mismo el esqueleto, tomó la bacía y el hisopo... y á andar, á andar.
¿A dónde no fue? Recorrió mares y continentes, metrópolis sabias y populosas; discurrió por aldeas y cortijos, por comarcas ásperas y desiertas; probó el pan de todas las naciones, bebió el agua de todos los ríos y aspiró el aire de todos los climas; conoció los ritos fúnebres de todas las religiones; veló muertos de todas las razas y oyó lamentarlos en todas las lenguas.
Siempre hacia Oriente, hacia Oriente, llegó al caer de una tarde melancólica á la ciudad nativa.
¡Tlan! ¡Tlan! ¡Talán! Gemían las campanas, enloquecidas de dolor; seguían otras y luego otras, y los lamentos del bronce llenaban el ámbito, y el eco los repetía más tristes cada vez. Respirábase en la metrópoli ambiente de orfandad; discurría el gentío con aire de pesadumbre, y por entre el clamoreo de las campanas, oíase como un concierto de sollozos.
Avanzó el peregrino ciudad adentro. En todas partes, hombres y mujeres, niños y ancianos agotaban el mismo tema, en llorosos grupos. Por palabras y frases tomadas aquí y allá, vino en conocimiento del suceso: la madre Esclava del Cordero había muerto en olor de santidad y en uso perfecto de sus facultades, á la edad de ciento quince años. La ciudad toda pedía su canonización.
Por los andenes de una plaza, seguido de muchos sacerdotes, venía el Obispo. Arrodillóse el peregrino en los portales de un edificio, para recibir la bendición. El aire ascético y penitente del romero; su barba centenaria, que al estar él de hinojos barría por el suelo; los surcos que el llanto había labrado en sus mejillas; la extraña corcova que le formaba el esqueleto, llamaron sobremanera la atención de su Ilustrísima. Detúvose un instante; y el peregrino, con humildad y unción que conmovieron hondamente al prelado, besóle el anillo y le pidió permiso para velar la religiosa. Hízole seguir hasta palacio su Señoría, y de ahí á poco envió á las monjas orden terminante de dejar sola la muerta, de cerrar la iglesia inmediatamente, y de enviarle las llaves.
Con el último toque de ánimas entraba el peregrino en el antiguo templo. La presencia de Dios y el misterio de la muerte sentíanse en el augusto silencio del recinto. Luctuosos paños pendían de las bóvedas en oscilantes pabellones, velado estaba el altar como en cuaresma. Sobre él, sangriento y lastimoso, en cruz enorme de marfil, se destacaba un Cristo de Viernes Santo; como astro distante y solitario, alumbraba apenas la lámpara del Sacramento. En la amplia nave central alzábase, negro e imponente, el catafalco de la muerta; seis blandones reflejaban sus luces en las guarniciones y lágrimas de plata de las fúnebres colgaduras. Postróse boca abajo el peregrino y oró un corto espacio; se arrastró, luego, de rodillas hasta el centro, y dio sobre el féretro los treinta y tres asperjes de costumbre. A penas terminados, cae el sudario, y, alta, rígida, con majestad hierática, se alza la monja y dice:
Bien haces en hisoparme, peregrino. El agua santa de la misericordia cae sobre los muertos como rocío del cielo. Te esperaba. Por permisión divina, tengo de revelarte grandes cosas. Toma un escabel y siéntate; gira en torno la mirada y dime lo que veas.
Y su voz, argentina y dulcísima, se modulaba en inflexiones de suprema tristeza.
Obedeció, subyugado, el peregrino. Velo impenetrable cubrió la lámpara del tabernáculo; apagáronse á un golpe los blandones, tiniebla pavorosa, como de interior de tumba, envolvió el templo.
-¿Qué ves, hermano mío? -preguntó la religiosa.
Guardó silencio el peregrino, como absortado, y al cabo habló así:
-Hermana... Grandioso, incomparable espectáculo se ofrece á mis sentidos. Lumbre intensísima, para mí desconocida, inunda cuanto veo. Lejos de cegarme, mi visual alcanza y precisa á distancias incalculables. Oigo, y mi audición percibe la armonía de concierto y distingue, á la vez, el más vago y leve rumorcillo. Todo lo entiendo y lo defino, por obra de intuición sobrehumana. En todo estoy á un mismo tiempo, cual si tuviera el dón de ubicuidad. Ni cordilleras ni nevados limitan el infinito horizonte. Si esto fuere espectáculo del mundo, el globo de la tierra ha debido abrir su planisferio, sin perder por ello sus innúmeras sinuosidades. Colocado estoy en el centro, sobre una eminencia, punto preciso de vista para abarcarlo todo.
-¿Y qué ves desde allí, peregrino?
-Veo magníficas basílicas de severa, desconocida arquitectura, que hunden en el cielo sus agujas; santuarios que brillan en las cumbres como bloques de nieve inconmovible; dilatados monasterios que blanquean en mitad de las llanuras; villas que en torno de aquéllos se agrupan, cual si buscasen su sombra. Veo, en desiertas altiplanicies, lazaretos más extensos y hermosos que los palacios de los reyes. Veo infinidad de bajeles de mil formas, que surcan todos los mares, que anclan en todos los puertos, que llevan en sus velas y en sus mástiles la Cruz de Jesucristo ¡Ah!... ¡La divina enseña por todas partes! Osténtanla en sus coronas y en sus cetros monarcas poderosos que pasan ante mí en incontable procesión; osténtanla en sus tiaras la serie de pontífices que más allá contemplo; en sus mitras, es otra de prelados que diviso á lo lejos; en sus casullas, legión innumerable de sacerdotes.
-¿Y qué más?
-¡Siempre la Cruz, hermana mía; por cientos, á millares, como campo de mieses! En cada cruz, un cuerpo suspendido: son mujeres de ideal belleza. Aspero saco, erizado por dentro de sutiles puntas, encubre sus encantos y se clava en sus carnes; se distienden sus miembros, medio dislocados, crujen sus huesos; pies y manos se atrincan contra el leño por cordeles de esparto; corona semejante á la de Cristo ciñe sus cabezas; corre la sangre por sus frentes, de sus poros salta el sudor de la fatiga y del suplicio. No mueren: se atormentan. Como la santa de Pazzi quieren la vida para padecer; y cada una de aquellas mártires es descolgada por sus hermanas, antes de que la tortura la haya hecho sucumbir; otra la substituye, y á ésta la siguiente, por que no esté nunca desierta la Cruz del Redentor. Son Las Crucificadas. Limpias como la nieve al descender del cielo, se ofrecen en lento, perpetuo holocausto por los crímenes del mundo. Porque la víctima sea más preciosa; por sacrificar lo que más amaron las hijas de los hombres, sólo hermosura reciben en su seno.
Deténgome, ahora, ante otro cuadro no menos indecible. Son como aves blancas que vagan sin cesar. Se arremolinan en bandadas; se dispersan como pétalos de rosa que se deshojase en el aire; giran, febricitantes de amor, para posarse luego donde quiera que agonicen los mortales. Vuelan de los apestados á los leprosos, del lazareto al cobertizo del campo, donde perece el aislado. Caídas del cielo, surgen en los siniestros y catástrofes. A través del nublado de la metralla y el vapor de sangre de los combates, entre las nubes de polvo y los escombros del terremoto, sobre las aguas furiosas que inundan los pueblos, entre las llamas del incendio, en toda desgracia, en toda muerte, flota y tremola, como enseña de paz, el velo cándido que las envuelve. Son Las Cazadoras de Almas. Se diezma, se aclara la bandada. No importa. Por soplar en el oído del moribundo el nombre de Jesús, perecen ciento; ciento, por que bese el labio contraído la imagen de Jesús, y por disputar una alma á Satanás, en su hora suprema de asalto, perecieran todas.
Me pasmo, ahora, ante un prodigio que no soñaron los genios de la tierra. Es un lienzo. El alma del pintor debió de subir al cielo y tornar aquí abajo para reproducirlo. Arriba, sobre iris y divinos resplandores, corona el Eterno á María por Reina del Empíreo; espíritus angélicos y bienaventurados se prosternan, la glorifican y la aclaman; la inmensidad de cabezas forma horizontes. Abajo, entre incendios de gloria, miro el Cordero; los coros de Vírgenes entonan en rededor el himno de la pureza...
¡Ah! ¡Otro cuadro, y otros, y millares! Todos del cielo. Pintando están centenares de artistas. Es escuela al par que oblación. Trabajaban de rodillas, por su Dios y para su Dios, poseídos de fiebre glorificadora. A cada pincelada alzan los ojos al cielo y se transfiguran: piden inspiración al Padre de la Belleza y le ofrecen á un tiempo sus trabajos. Son Los Artistas sin mancha.
Quedóse de pronto silencioso, como abismado en la contemplación.
-¿Por qué callas, peregrino?
-El gozo me roba el alma, hermana mía, y temo que mi vista se engañe. Estoy en Jerusalén. Sobre la cúpula de Omar se eleva, victoriosa, triunfante, perfilada en el cielo, abiertos los brazos, protegiendo al mundo, la Cruz de Jesucristo. Se eleva sobre los encumbrados minaretes pintados de arrebol, sobre las torres cuadradas y las cúbicas habitaciones, en los desiguales muros y en las puertas de la Ciudad Santa. Infinidad de templos católicos se yerguen en su recinto, yérguense en las escarpadas alturas del Moria, en el Valle de Sión, en la cima del Monte Olivete. Arquitectura y estatuaria cristinas, de arte prolijo y hondo simbolismo, cubre de mármoles preciosos las pendientes del Gólgota. Las campanas repican gloriosas en todos los templos; vibra el júbilo en las ondas del Siloé y del Cedrón, en las cumbres del Monte del Escándalo; regocíjanse en sus sepulcros las cenizas de David y de Josafat. Muchedumbre de fieles se desborda en la que fue mezquita de Omar; resuena el órgano como intérprete de tanto corazón; por el dombo anchuroso suben las preces entre gasas de incienso. Sobre el altar de David, en custodia magna, donde cuajó el Oriente sus tesoros y el arte sus maravillas, está expuesta la Majestad de Dios. El púlpito de ébano y marfil, orgullo de Noradino, ocúpalo un prelado. Su rostro hermoso se contrae por la inspiración, flamean deslumbrantes sus pupilas, fuego divino arrebata su verbo en raudales de elocuencia. Celebra el santo de la fiesta, al Emperador de Oriente que rescató definitivamente y para siempre el sepulcro de Jesús, los lugares donde se vertió la Sangre Redentora y se instituyó la Eucaristía, al espanto del paganismo que extendió el nombre de Dios por todo el Asia, por las regiones enantes misteriosas de Nubia y Abisinia, por cuantas islas constelan el Océano... ¡Veo al santo, lo estoy viendo!... Es el mismo...
-Basta ya, peregrino. (Dijo la religiosa siempre en pie. Tornó aquél á las tinieblas y revivieron lámpara y blandones). Basta ya. Cuanto has contemplado es mínima parte del gran todo. Eso, que tanto te enajena, está sólo en la mente de Dios, que lo mismo abarca lo que ha sucedido que lo que debió suceder. Nada de esto ha pasado aquí en la tierra; bien lo comprendes. Hubiera pasado, peregrino; más una simple palabra bastó á impedirlo: fue tu pero. Yo soy aquella Flor de Lis, de otro tiempo; de mi unión con Timbre de Gloria hubiera resultado, por descendencia, la muchedumbre de héroes, de genios, de conquistadores y de santos; el cúmulo de grandes hechos, de instituciones, de obras inmortales y de glorias que acabas de contemplar. Esa lumbre para tí desconocida, fuera la glorificación de Dios acá en la tierra. El santo que has visto y oído celebrar, fuera mi nieto Timbre de Gloria I, Majestad cristiana de todo el Oriente. Mide ahora las consecuencias de tu falta. Quitaste una honra; echaste sobre un hombre inocente la maldición de su padre; extinguiste una raza; arrojaste dos almas al infierno; privaste á la tierra de infinitos bienes y al Cielo de infinitos santos; impediste la salvación de millones de almas, el reinado y la glorificación de Dios; te interpusiste entre El y sus criaturas. Esto hiciste, licenciado Reinaldo. Un siglo há, precisamente, que, en este mismo templo en que estamos, imploraste perdón por tu delito. Perdonado estás. Un siglo llevas de expiación: vas á terminarla en esta vida y á principiarla en la otra. El día supremo del juicio universal saldrá tu alma del fuego que purifica, para ser juzgada la última. También á la pecadora que te habla se le esperan tres siglos de esa llama. Pecó mucho: esposa de Cristo, necesitó noventa años para arrancar de su corazón el amor á un muerto, á un suicida. Mas el Dios de las clemencias concedióle ciento quince años de vida terrenal, para que llorase sus culpas, como te ha dado á tí ciento cincuenta. Encargada estoy en este instante de la justicia divina.
¡De rodillas, peregrino, que vas á comparecer ante el Supremo Juez!
Baja del féretro la monja, acércase á licenciado y con la débil diestra le arranca la lengua de raíz.
Al día siguiente, los alguaciles reales llevaban un reo á la vergüenza. Al acercarse á la picota de piedra, vieron encima una lengua humana que aún palpitaba. Van á quitarla y fuerza misteriosa los rechaza. Ni entonces ni después pudo nadie acercarse. Cernióse el espanto en esa piedra como sobre lugar de maldición; de él huyeron las aves y las brisas; en torno de esa lengua hízose el vacío, que ni el aire impuro quiso contaminarse. Ahí está: ni el agua la reblandece, ni la calcina el resistero, elemento alguno la destiñe. Ahí está, sangrienta, palpitante, indestructible como la calumnia.
Y vosotras, hijas sencillas de mis montañas, rezad por el alma del licenciado. En los grandes días de perdón, cuando se despuebla el purgatorio, allá se queda esa alma solitaria. Si vuestras preces no acortan el plazo irrevocable, amenguan, al menos, el fuego blanco de la purificación. En alta noche, cuando el viento se queje en las ventanas y gima en las techumbres; cuando los perros aúllen de tristeza, rezad por el Anima sola.
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.