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La leyenda de San Julian el hospitalario

Gelesen von Alba

Los padres de Julián habitaban un castillo, situado en la ladera de una colina, en medio de los bosques. Las cuatro torres de los ángulos tenían techos puntiagudos cubiertos de planchas de plomo, y la base de los muros descansaba en la peña viva que bajaba abruptamente hasta el fondo de los fosos.

Las losas del patio parecían por lo pulcras las de una iglesia. Largas canales, figurando dragones con la boca hacia abajo, escupían en la cisterna el agua de las lluvias; y en todos los pisos veíanse en el alféizar de las ventanas macetas de barro pintado, con albahaca o heliotropo.

Dentro de una segunda cerca de estacas había, en primer término, una huerta de frutales; después, un jardín con dibujos de cifras formados por las flores; finalmente, un emparrado con cenadores para tomar el fresco, y un mallo para esparcimiento de los pajes. Al otro lado se encontraban la perrera, las cuadras, la panadería, el lagar y los trojes. Cercada también por un soberbio seto de espino. extendíase una verde pradera de pasto.

Reinaba la paz hacía tanto tiempo, que ya no se bajaba el rastrillo; los fosos estaban llenos de agua; las golondrinas anidaban en los huecos de las almenas , y el arquero que se paseaba por la cortina durante todo el día, en cuanto el sol calentaba demasiado, se metía en la atalaya, y se dormía como un santo varón.

Por dentro relucía todo el herraje; las habitaciones estaban abrigadas con tapices; los armarios rebosaban de ropa; en las bodegas se apilaban los toneles de vino; las arcas de roble crujían bajo el peso de las talegas de dinero.

En la sala de armas, entre estandartes y cabezas de animales monteses, aparecían armas de todos los tiempos y de todas las naciones, desde las hondas de los amalecitas y los venablos de los garamantas hasta los chafarotes de los moros y las cotas de malla de los normandos.

El asador principal de la cocina podía dar vueltas a un buey entero; la capilla era tan suntuosa como el oratorio de un Soberano. En apartado rincón había también una estufa a la romana; pero el buen señor se privaba de ella, estimando que era cosa de idólatras.

Constantemente envuelto en un capote de pieles de zorro, paseábase por la casa, administraba justicia a sus vasallos, y dirimía las contiendas de sus vecinos. Durante el invierno miraba caer los copos de nieve, o hacía que le leyesen historias. Cuando asomaba el buen tiempo, se iba en su mula por las veredas, bordeando los trigos que empezaban a verdear, hablaba con los villanos y les daba consejos. Tras muchas aventuras, había tomado por mujer una señorita de alta prosapia.

Era ésta blanquísima, seria y un poco orgullosa. El velo flotante de su alto tocado rozaba con el dintel de las puertas; la cola del vestido le arrastraba tres pasos. Su casa marchaba con la regularidad de un monasterio; todas las mañanas distribuía los quehaceres entre sus servidores, inspeccionaba la confección de los dulces y de los ungüentos, hilaba a rueca o bordaba sabanillas de altar. A fuerza de pedírselo a Dios, tuvo un hijo.

Hubo entonces grandes festejos, y un convite que duró tres días y cuatro noches, en medio de alfombras de follaje, con iluminación de antorchas y música de arpas. Se gustaron los más raros manjares, y comiéronse gallinas tamañas como pavos; a guisa de sorpresa, se vio salir un enano de un pastel; y no bastando ya las escudillas, porque no cesaba de aumentar la muchedumbre, hubo que beber en las bocinas y en los cascos.

La puérpera no asistió a estas fiestas. Estaba tranquilamente en su lecho. Una noche se despertó, y, a la luz de un rayo de luna que entraba por la ventana, divisó una sombra móvil. Era un viejo con tosco sayal, un rosario a la cintura y una mochila a la espalda: todo el aspecto, en suma, de un ermitaño. Se acercó a su cabecera, y, sin despegar los labios, le dijo:

— ¡Regocíjate, buena madre! ¡Tu hijo será un santo!

Iba ella a gritar, mas la sombra, deslizándose por el rayo de luna, se elevó suavemente y desapareció. Arreciaron los cantos del festín. La madre oyó voces angélicas, y volvió a dejar caer la cabeza en la almohada, sobre la cual pendía un marco de carbunclos que encerraba un hueso de un mártir.

Interrogada al día siguiente, toda la servidumbre declaró que no había visto ningún ermitaño. Sueño o realidad, aquello debía ser un mensaje del cielo; pero la madre se guardó bien de decir una palabra, por temor de que se achacase a orgullo suyo la profecía.

Al apuntar el alba se fueron los convidados; y hallándose el padre de Julián fuera de la poterna, adonde acababa de acompañar al último, de repente surgió ante sus ojos un mendigo en medio de la niebla. Era un bohemio de trenzada barba, con brazaletes de plata en ambos brazos y refulgentes pupilas. Murmuró con acento inspirado estas palabras incoherentes:

—¡Ah! ¡Ah! ¡Tu hijo!.... ¡Mucha sangre!.... ¡Mucha gloria!.... i Siempre feliz!.... La familia de un emperador.

Y, bajándose para recoger la limosna, se eclipsó entre la hierba.

El buen castellano miró a una y otra parte, y estuvo llamando hasta que se cansó. ¡Nadie! Silbaba el viento, arrastrando las nieblas de la mañana.

Atribuyó esa visión a la debilidad de su cabeza por la falta de sueño. «Si hablo de ella (pensó), se burlarán de mí.» Con todo, los esplendores reservados a su descendiente lo deslumhraban, a pesar de lo vago de la promesa, y aun dudando de haberla oído.

Los esposos se ocultaron su secreto. Pero ambos idolatraban al niño con amor igual; y, respetándolo como un elegido de Dios, tuvieron para él infinitas atenciones. Su camita estaba rellena de finísimo plumón; encima de ella ardía constantemente una lámpara en forma de paloma; tres nodrizas lo mecían, y, envuelto en las mantillas, con su carita sonrosada y sus ojos azules, con su capa de brocado y su capillo recargado de perlas, parecía un niño Jesús. Echó los dientes sin llorar una sola vez.

Al cumplir los siete años, le enseñó a cantar su madre. El padre, para que se criase valiente, le hizo montar en un caballo alto. El niño sonreía de contento, y no tardó en saber todo lo tocante a la equitación.

Un monje anciano y sapientísimo le enseñó la Sagrada Escritura, la numeración arábiga, las letras latinas, y también a pintar en vitela viñetas primorosas. Juntos trabajaban en lo alto de un torreón, lejos del ruido.

Terminadas las lecciones, bajaban al jardín, donde, al tiempo que paseaban, estudiaban las flores.

A veces se veía por el fondo del valle una recua de caballerías, guiadas por un trajinero ataviado a la oriental. El castellano, sabedor de que era un mercader, le enviaba un criado. El forastero, confiándose, se desviaba de su camino, e, introducido en el recibimiento, sacaba de sus cofres piezas de terciopelo y de seda, objetos de orfebrería, aromas y cosas raras de un uso desconocido; luego el hombre se iba con sus ganancias, sin haber sufrido ninguna violencia. Otras veces llamaba a la puerta un grupo de peregrinos. Sus ropas mojadas humeaban delante del hogar; y cuando el alimento había restaurado sus fuerzas, contaban sus viajes, describiendo el vagar de las naves por el mar espumoso, las marchas a pie por abrasados arenales, la ferocidad de los paganos, las Cavernas de Siria, el Establo y el Sepulcro. Después daban al señorito conchas de su manto.

El castellano convidaba a menudo a sus antiguos compañeros de armas; y, conforme bebían, recordaban sus guerras, los asaltos de las fortalezas con las batientes máquinas y las heridas prodigiosas. Julián, al oirlos, prorrumpía en exclamaciones, y entonces el padre no dudaba un momento que sería más tarde un conquistador. Pero al anochecer, al salir de las oraciones y pasar por entre los pobres inclinados, echaba mano a su escarcela con tanta modestia y con tan noble continente, que la madre confiaba verlo algún día arzobispo.

Tenía su sitio en la capilla al lado de sus padres; y, por largos que fuesen los oficios, permanecía de rodillas en su reclinatorio con la gorra en el suelo y las manos juntas.

Un día, alzando la cabeza, durante lo misa, divisó un ratoncillo blanco que salía de un agujero de la pared. El ratoncillo corrió a la primera grada del altar, y, después de dar dos o tres vueltas a uno y otro lado, huyó por la misma parte. Al domingo siguiente, el niño se sintió alterado ante la idea de volverlo a ver. Tornó, en efecto, el ratoncillo; y todos los domingos lo esperaba Julián, su imagen lo perseguía, llegó a inspirarle odio, y resolvió deshacerse de él.

Habiendo, pues, cerrado la puerta y desmigajado una torta sobre las gradas, se apostó delante del agujero, armado de una varita.

Al cabo de mucho tiempo apareció un hociquillo sonrosado, y, tras él, todo el ratón. El niño dio un golpe suave, y se quedó suspenso delante de aquel cuerpecito que ya no se movía. Manchaba el suelo una gota de sangre. La limpió precipitadamente con la manga, tiró fuera el ratón, y no dijo una palabra a nadie.

Al jardín bajaban enjambres de pajarillos a picotear la fruta. Ideó introducir guisantes en una caña hueca. Cuando oía gorjeos en un árbol, se acercaba con precaución, levantaba su tubo, inflaba los carrillos, y le llovían pajarines sobre los hombros tan copiosamente, que no podía menos de reirse por el éxito de su treta.

Una mañana, volviendo al castillo por la cortina, vio una magnífica paloma solazándose al sol en lo alto de la muralla. Julián se paró a verla; y, como la muralla tenía una brecha en aquel sitio, halló a mano una piedra. Enarboló el brazo, y la piedra derribó al ave, que cayó en el foso de golpe.

Julián se precipitó en su busca, desgarrándose en la maleza y husmeando por todas partes con más viveza que un cachorro.

La paloma, con las alas rotas, yacía palpitante entre las ramas de un aligustre.

La tenacidad de su vida irritó al niño. La cogió para estrangularla, y las convulsiones del ave hacían latir su corazón, llenándolo de una voluptuosidad salvaje y tumultuosa. Al quedar rígida la víctima, se sintió desfallecer.

Por la noche, durante la caía, dijo su padre que a su edad debía aprenderse la montería, y fue a buscar un cuaderno viejo de escritura que exponía en preguntas y respuestas todo lo relativo a la caza. Suponíase un maestro que enseñaba a su discípulo el arte de adiestrar a los perros y a los halcones, y de tender los lazos; la manera de reconocer al ciervo por su vaho, al zorro por sus huellas, al lobo por sus cuevas; el medio mejor para descubrir sus caminos y para atraerlos fuera de sus guaridas; los parajes donde se encuentran ordinariamente sus refugios; los vientos más propicios, y, en fin, los gritos y reglas de la caza.

Cuando Julián llegó a recitar todo esto de memoria, su padre le arregló una jauría.

Componíanla, en primer lugar, veinticuatro lebreles berberiscos, más ligeros que gacelas, pero propensos a exasperarse; y, en segundo, diez y siete parejas de perros bretones, color canela con manchas blancas, de una confianza a toda prueba, recios de pecho y grandes aulladores. Para el ataque del jabalí y para las rehuídas peligrosas, había cuarenta sabuesos ingleses, peludos como osos. A perseguir los bisontes se destinaban mastines de Tartaria, casi tan altos como asnos, color de fuego, de ancho lomo y recto jarrete. El negro pelaje de los perros de muestra relucía como la seda; el ladrido de los talbots competía con el de los cantores beagles. En un patio aparte gruñían, sacudiendo la cadena y moviendo inquietamente las pupilas, ocho alanos, animales formidables que saltan al vientre de los jinetes y no tienen miedo a los leones.

Todos comían pan de trigo, bebían en pilas de piedra, y llevaban un nombre sonoro.

La halconera superaba quizá a la jauría. El buen señor , a fuerza de dinero, había adquirido halcones terzuelos del Cáucaso, sacres de Babilonia, jerifaltes de Alemania y halcones peregrinos, cogidos, a orillas de los mares fríos, en acantilados de lejanos países. Ocupaban un cobertizo cubierto de bálago, y estaban sujetos en la alcándara por orden de tamaño; tenían delante un trozo de césped, donde los ponían de vez en cuando para desentumecerlos.

Se construyeron morrales, anzuelos, trampas y toda clase de accesorios.

Frecuentemente llevaban al campo perros de muestra que no tardaban en llamar de parada. Entonces sus conductores, adelantándose poco a poco, tendían sobre sus cuerpos impasibles una inmensa red. A una orden ladraban; volaban codornices; y las señoras de las inmediaciones, invitadas con sus esposos, los niños, las camareras, todos, en fin, caían sóbre las aves, y las cogían fácilmente.

Otras veces, para desemboscar las liebres, se tocaba el tambor; se hacía caer a los zorros en hoyos, o se cogían lobos por medio de un muelle que, al soltarse, los enganchaba de una pata.

Pero Juhán desdeñó esos cómodos artificios; prefería cazar lejos de la gente con su caballo y su halcón. Era éste casi siempre un hermoso ejemplar de Scitia, blanco como la nieve. Su capirote de cuero remataba en un penacho; en sus azules pies agitábanse cascabeles de oro; y mientras el caballo galopaba al través de los campos, manteníase él firme en el brazo de su señor. Julián, desatando las pihuelas, lo soltaba de repente; el ave audaz subía por los aires, recta como una flecha, y se veían girar dos manchas desiguales, que luego se juntaban y concluían por desaparecer en las alturas del espacio cerúleo. El halcón no tardaba en bajar, desgarrando algún ave, y en volver a posarse en la manopla con las alas trémulas.

De esa suerte cazó Julián la garza real, el milano, la corneja y el buitre.

Gozaba en seguir a los perros, cuando, al clamor de la trompa, corrían por la pendiente de las colinas, saltaban los arroyos y subían hacia los bosques; y en el instante en que el ciervo empezaba a gemir desgarrado por las mordeduras, se apresuraba a derribarlo, deleitándose después en ver la furia con que devoraban los mastines sus cuartos humeantes.

Los días de niebla se metía en los pantanos para acechar los gansos, las nutrias y los albranes.

Desde el amanecer lo esperaban al pie de la escalinata tres escuderos; y, por más que el anciano monje, asomado a su tronera, le hacía señas para que se volviese, Julián no se volvía. Desafiaba los ardores del sol, la lluvia y la tempestad; bebía en la mano el agua de los manantiales; comía, marchando al trote, manzanas silvestres; cuando se cansaba, reposaba un momento debajo de una encina, y regresaba en plena noche, cubierto de sangre y de lodo, con el pelo lleno de pinchos, y transcendiendo al olor déelos animales monteses. Se volvió como ellos. Cuando su madre lo abrazaba, recibía fríamente el abrazo, pareciendo abstraído en cosas profundas.

Mató osos a cuchilladas, toros a hachazos, jabalíes con el venablo; y hasta una vez, a falta de otra cosa, se defendió con un palo contra varios lobos que estaban royendo unos cadáveres al pie de una horca.

Un día de invierno salió de madrugada bien equipado, con una ballesta al hombro y un manojo de flechas en el arzón de la silla.

El suelo resonaba bajo los cascos de su caballo danés que marchaba acompasadamente, seguido de dos zarceros. El capote del jinete se cubría de escarcha; soplaba una brisa violenta. El horizonte se despejaba por un lado, y a la claridad blanquecina del alba vio Julián unos conejos que andaban retozando a la orilla de sus madrigueras. Inmediatamente se precipitaron sobre ellos los dos zarceros, y a este quiero, a este no quiero , les tronchaban el espinazo.

A poco entró en un bosque. En el extremo de una rama dormía un gallo silvestre, aterido de frío, con la cabeza debajo del ala. Julián sacó la espada, le cortó las dos patas de un solo tajo, y continuó su camino sin recogerlo.

Tres horas después se encontró en la cumbre de una montaña tan alta que el cielo parecía casi negro. Por delante de él había una roca que, a modo de enorme muro, se abismaba en un precipicio; dos revezos miraban a la sima desde el borde. Hallándose sin flechas, porque había dejado atrás el caballo, decidió bajar adonde los animales se encontraban; medio encorvado y con los pies descalzos, consiguió acercarse al primero de los revezos, y le hundió un puñal entre las costillas. El segundo, sobrecogido de cuentos filosóficos, dio un bote en el vacío. Julián se abalanzó para herirlo, pero, resbalándosele un pie, cayó sobre el cadáver del otro con los brazos abiertos y la cara por cima del abismo.

Nuevamente en el llano, siguió la margen de un río bordada de sauces. Por cima de su cabeza pasaban de vez en cuando algunas grullas, volando muy bajas. Julián las zurraba con el látigo, sin fallar un solo golpe.

Entretanto, un aire más tibio había derretido la escarcha, notaban largos vapores y apareció el sol. El joven vio brillar a lo lejos un lago helado que parecía de plomo. En medio del lago había un animal desconocido para él, un castor de negro hocico. Lo tumbó de un flechazo, a pesar de la distancia, y sintió no poder llevarse la piel.

Luego se internó por una calle de árboles corpulentos, cuyas ramas formaban como un arco de triunfo a la entrada de un bosque. Saltó un corzo de una espesura; apareció un gamo en una encrucijada; de un agujero salió un tejón; un pavo real que había en el césped abrió la cola; y, cuando los mató a todos, presentáronse otros ciervos, otros gamos, otros tejones, otros pavos reales, y además mirlos, grajos, vesos, zorros, erizos, linces e infinidad de animales más numerosos cada vez. Giraban en torno suyo trémulos, con una mirada henchida de dulzura y de súplicas. Pero Julián no se hartaba de matar, ora armando la ballesta, ora desenvainando la espada, o bien clavando el cuchillo; y esto sin pensar en nada, ni conservar el recuerdo de ninguna cosa. Cazaba en una tierra indeterminada, cazaba desde una fecha indefinida, cazaba por el solo hecho de existir, y lo hacía todo con la facilidad de los sucesos que se sueñan. Lo detuvo de pronto un espectáculo extraordinario. Un valle en forma de circo estaba cuajado de ciervos que, apiñándose unos junto a otros, se calentaban con el vaho de sus aüentos, humeante en la niebla.

La perspectiva de tal carnicería durante algunos minutos lo sofocó de placer. Bajó del caballo, se remangó y empezó a tirar.

Al silbido de la primera flecha volvieron la cabeza a una todos los ciervos. Abriéronse huecos en la masa, se alzaron lastimeros gemidos y se agitó el tropel en inmensa confusión.

El reborde del valle era demasiado alto para franquearlo. Los ciervos brincaban dentro del recinto pugnando por huir. Julián apuntaba, disparaba, y las flechas caían como lluvia tempestuosa. Los animales, enloquecidos, se revolvían, se encabritaban, montaban los unos encima de los otros, y sus cuerpos, con las astas enmarañadas, formaban un vasto montículo, que se desmoronaba conforme se movían.

Murieron al cabo, tendidos en la arena, arrojando espumarajos por la nariz, saliéndoseles las entrañas y apagándose por grados la palpitación de sus vientres. Después todo quedó inmóvil.

La noche se echaba encima, y por detrás de los bosques, al través de los intersticios de las ramas, aparecía el cielo encendido como un mar de sangre.

Julián se recostó en un árbol. Con los ojos desmesuradamente abiertos contemplaba la enormidad de la matanza, sin comprender cómo había podido consumarla.

En la parte opuesta del valle, a la orilla del bosque, divisó un ciervo y una cierva con su cervatillo.

El ciervo, que era negro y de un tamaño monstruoso, tenía diez y seis ramas y barba blanca. La cierva, rubia como las hojas secas, pacía el césped; y el pintado cervatillo, sin interrumpir la marcha de la madre, mamaba la ubre.

Zumbó otra vez la ballesta. Instantáneamente quedó muerto el cervatillo. La madre, mirando al cielo, bramó con una voz profunda, desgarradora, humana. Julián, exasperado, la tendió en el suelo de un flechazo en el pecho.

El enorme ciervo, que lo vio, dio un salto. Julián le disparó la última flecha. Le alcanzó en la frente, y allí quedó clavada.

El ciervo monstruoso no parecía sentirla. Saltando por encima de los muertos, avanzaba sin detenerse un instante, iba a precipitarse sobre el matador, iba a destriparlo; y Julián, con un espanto indecible, retrocedía. Paróse el prodigioso animal, y con los ojos llameantes, con la solemnidad de un patriarca y un justiciero, al tiempo que tañía a lo lejos una campana, repitió por tres veces:

—¡Maldito! ¡Maldito! ¡Maldito! ¡Corazón feroz; día llegará en que asesines a tus padres!

Dobló las corvas, cerró los párpados suavemente, y murió.

Julián se quedó atónito; luego se sintió abrumado por una fatiga repentina, y se apoderó de él un malestar, una tristeza inmensa. Lloró durante mucho tiempo con la frente oculta entre las manos.

El caballo se había perdido; los perros lo habían abandonado; la soledad en que se veía le pareció preñada de infinitos peligros. Aguijado entonces por el cuentos filosóficos, se dio a correr al través del campo, tomó un sendero al azar, y casi inmediatamente se encontró a la puerta del castillo.

No durmió durante la noche. A la luz vacilante de la lámpara colgada volvía a ver el enorme ciervo negro. Su predicción lo obsediaba, y se revolvía contra ella. «¡No! i no! ¡no! ¡no puedo matarlos!» Pero luego pensaba : « ¿Y si me diese la tentación?....» y temía no fuese a sugerírsela el diablo.

Durante tres meses rezó la madre angustiada a la cabecera del lecho, y el padre andaba gimiendo continuamente por los pasillos. Llamaron a los maestros más famosos en el arte de curar, los cuales recetaron infinidad de drogas. Decían que la causa del mal de Julián era un viento funesto o un deseo amoroso. Pero el joven, a todas las preguntas, movía negativamente la cabeza.

Recobró las fuerzas, y el anciano monje y el buen señor lo sacaban a pasear al patio, sosteniéndolo de un brazo cada uno.

Cuando estuvo restablecido por completo, se encerró obstinadamente en no cazar.

El padre, queriendo darle una alegría, le hizo el regalo de un espadón sarraceno.

El espadón se hallaba en una panoplia en lo alto de un pilar, y, para alcanzarlo, se necesitó una escalera. Subió Julián. La espada, asaz pesada, se le fue de las manos, y, al caer, rozó tan de cerca al buen señor, que le rasgó la hopalanda; Julián, creyendo que había matado a su padre, se desmayó.

Desde entonces cobró tal miedo a las armas, que la vista de una hoja desnuda le hacía palidecer. Semejante debilidad era un desconsuelo para su familia, y fue preciso que el anciano monje le intimase, en nombre de Dios, del honor y de los antepasados, a reanudar los ejercicios propios de su clase.

Los escuderos se entretenían diariamente en el manejo de la javalina. Pronto sobresalió en él Julián. Daba con la suya en el gollete de las botellas, rompía las veletas, y acertaba a cien pasos los clavos de las puertas.

Una tarde de verano, a la hora en que todo aparece indeciso entre la bruma, hallándose bajo el emparrado del jardín, columbró allá en el fondo dos alas blancas que se agitaban a la altura de la espaldera. Convencido de que no podía ser sino una cigüeña, lanzó la jabalina.

Sonó un grito desgarrador.

Era su madre, cuyo amplio tocado estaba clavado en el muro.

Julián huyó del castillo, y no volvió a aparecer.


Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

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