La parábola del leproso
Gelesen von Alba
Francisco Villaespesa
Resplandecían las lejanas montañas envueltas en la polvareda de oro del sol de Nizám. Largas caravanas de camellos se perfilaban lentamente en los arenales. Grupos de mujeres, con el ánfora al hombro, regresaban, cantando, de las cisternas. Un águila negra, una de esas voraces águilas que anidan en los altos promontorios de Judea, cerniéndose majestuosa en el azul proyectaba sombras movibles sobre la tierra.
Jesús, en compañía de tres de sus discípulos, iba a Bemlehem, llamado por una pobre viuda cuyo único hijo agonizaba invocando febrilmente el nombre de aquel dulce Habí de Galilea, tan amigo de los niños, a quien viera una tarde, junto al brocal del pozo de Jacob, curar con el solo bálsamo de sus palabras, a un viejo pastor de las Idumeas mordido en el brazo por una serpiente venenosa.
Hablaba de la caridad. Sus ojos ardían como soles entre la sombra obscura de las pestañas. Sobre su túnica blanca con franjas cenicientas, flotaban, desmelenados, los cabellos. El viento de la tarde hacía estremecer y ondular sobre el pecho su larga barba de nazareno, puntiaguda y acaracolada.
—Sé generoso—decía—; pero no humilles al desvalido con tu generosidad. Cuando des limosna, no mandes tocar delante de ti trompetas de plata, como hacen los hipócritas en las Sinagogas y en las plazas. Socorre en secreto. Aquél que oye y ve en secreto, te recompensará.
Su voz era lenta y suave. Las mujeres se paraban para oirle, mirándole con los ojos húmedos de ternura. Los niños acudían, sonrientes, a besar los orlas de su manto. Desde los sembrados próximos, los labradores le saludaban, agitando los brazos.
—¡Se están cumpliendo las profecías! ¡Hossanna al Hijo de David, al enviado del Señor! ¡Hossanna...! ¡Hossanna...!
Jesús continuaba:
—No seas como esos ricos licenciosos y avaros que alimentan a sus siervos con la sobra de sus festines. Sienta los desheredados a la mesa de tu corazón y parte con ellos tu pan y tu vino. Si ves a tu hermano llorar no intentes consolarlo con prudentes palabras... Llora con él. Esta es la verdadera caridad.
*
Caminaba lentamente. Bandadas de cigüeñas chispeaban al sol como flechas de oro. Los rebaños sesteaban a la sombra de los olivos polvorientos. Un pastor tañía un rabel, a compás de una monótona canción patriarcal, en la que se hablaba de tiendas plantadas en mitad del desierto, noches de luna, maná del cielo, leche de camellas, y vírgenes prudentes que encienden sus lámparas para esperar la llegada del esposo prometido.
Atravesaron campos sembrados, viñedos en flor donde las tórtolas gemían, jardines cubiertos de lirios.
De pronto se detuvieron a orillas de una fuente que brotaba, en un hilo trémulo y quejumbroso, entre la hendedura de dos rocas.
En el recodo del camino, al pie de una choza cubierta de ojas secas de palma, un leproso, desgarradas las vestiduras, inmóvil y de rodillas, aullaba lastimeramente con las manos y los ojos elevados al cielo. Su rostro relucía al sol como un bronce antiguo carcomido por la herrumbre. La frente era una sola llaga. Los labios se caían a pedazos, lívidos y purulentos...
*
Mateo el Publicano, uno de los primeros discípulos, que era rico en viñas y en ganados, y tenía además una tienda de perfumes en el atrio del templo, sacó de entre los pliegues de la túnica una moneda, y, desde lejos, volteándola en el aire, se la arrojó al leproso.
Pedro, el más rudo y hábil de los pescadores de Capharnaum, quitóse del brazo el cesto de provisiones que llevaba para el camino, y andando cuidadosamente, lo colocó junto al umbral de la cabaña.
Juan, el más joven y bello de los discípulos, el predilecto, aquél cuya cabeza de niño había sido tantas veces acariciada por manos divinas, desprendióse del manto de lino que flotaba sobre sus hombros. Todo pálido y trémulo, andando con la punta de las sandalias, y extendiendo temerosamente los brazos, lo dejó caer sobre la espalda del leproso.
Sólo faltaba el óbolo de Jesús. El sol empezaba a transponer, coronando de rosas sangrientas, las montañas vecinas. Unos mercaderes se detuvieron a dar agua a sus camellos.
El Rabí avanzó serenamente. Su perfil aguileño se destacaba majestuoso, nimbado por un rayo de sol.
Cogió entre sus manos sagradas la cabeza monstruosa del leproso, inclinó la frente, y le besó en los labios.
Los discípulos quedaron inmóviles. Los mercaderes, espantados, cayeron de rodillas, con las manos tendidas al cielo... y hasta los camellos alargaron hacia Jesús sus melancólicas cabezas pensativas, en cuyos belfos temblaba un hilo de agua...
Publicado en "Cervantes" (Madrid. abril 1917)
Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.