La caída de la Casa Usher


Read by Alba

(4.6 stars; 15 reviews)

I

Un día de otoño triste, oscuro y silencioso, cuando las nubes colgaban bajas y pesadas en el cielo, crucé solo a caballo una región singularmente lúgubre del país; y, al fin, al acercarse la sombra de la noche, me encontré a la vista de la melancólica Casa Usher.
No sé cómo fue, pero, a la primera mirada que eché al edificio, un sentimiento de insoportable tristeza invadió mi espíritu. Digo insoportable, porque no lo aliviaba ninguno de esos sentimientos semiagradables, por ser poéticos, con los que recibe el espíritu incluso las más adustas imágenes naturales de lo desolado o lo terrible.

Contemplé el escenario que tenía ante mí la casa, el simple paisaje del dominio, los muros descarnados, las ventanas como ojos vacíos, unas junqueras fétidas y los pocos troncos de árboles agostados con una fuerte depresión de ánimo, que sólo puedo comparar, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio, a la amarga caída en el deambular cotidiano, al horrible descorrerse del velo. Era una frialdad, un decaimiento, un malestar del corazón, una irremediable tristeza mental que ningún acicate de la imaginación podía desviar hacia ninguna forma de lo sublime. ¿Qué era me detuve a pensar, qué era lo que me desalentaba tanto al contemplar la Casa Usher?

Misterio insoluble; y yo no podía luchar con los sombríos pensamientos que se agolpaban en mi mente mientras reflexionaba. Me vi obligado a recurrir a la conclusión insatisfactoria de que mientras hay, fuera de toda duda, combinaciones de simples objetos naturales que tienen el poder de afectarnos de esta forma, el análisis de semejante poder se encuentra entre las consideraciones que están más allá de nuestro alcance. Era posible, pensé, que una simple disposición distinta de los elementos de la escena, de los pormenores del cuadro, fuera suficiente para modificar o quizá anular su poder de impresión dolorosa; y, procediendo en consonancia con esta idea, dirigí mi caballo a la escarpada orilla de un negro y pavoroso lago, que extendía su brillo tranquilo junto a la mansión; vi en sus profundidades con un estremecimiento aun más sobrecogedor las imágenes reflejadas e invertidas de las grises junqueras, los troncos espectrales y las ventanas como ojos vacíos.

En esa mansión de melancolía, sin embargo, me proponía pasar unas semanas. Su propietario, Roderick Usher, había sido uno de mis mejores compañeros de juventud, pero habían transcurrido muchos años desde nuestro último encuentro. Sin embargo, acababa de recibir una carta en otra región remota del país, una carta suya, cuya misiva, por su tono desesperadamente insistente, no admitía otra respuesta que la presencia personal. La escritura denotaba señales de la agitación nerviosa. Hablaba de una enfermedad física grave, de un trastorno mental que le oprimía y de un intenso deseo de verme por ser su mejor y, en realidad, su único amigo íntimo, con el propósito de conseguir, por la animación de mi compañía, algún alivio a su mal. La forma de expresar esto, y sobre todo la aparente sinceridad que acompañaba su petición, no me permitieron vacilar, y, en consecuencia, obedecí inmediatamente a lo que, por otra parte, consideraba un requerimiento muy singular.

Aunque de muchachos habíamos sido compañeros íntimos, en realidad sabía poco de mi amigo. Siempre se había mostrado muy reservado. Sabía, sin embargo, que su antiquísima familia era conocida, desde tiempos inmemoriales, por una peculiar sensibilidad de temperamento expresada, a lo largo de muchos años, en muchas y elevadas concepciones artísticas y, últimamente, manifestada en reiteradas obras de caridad muy generosas, aunque discretas, así como en una apasionada devoción a las dificultades más que a las bellezas ortodoxas y fácilmente reconocibles de la ciencia musical. Conocí también el hecho importante de que la familia Usher, siempre venerable, no había conseguido, en ningún periodo, una rama duradera; en otras palabras, que toda la familia se limitaba a la línea de descendencia directa y siempre, con insignificantes y breves variaciones, había sido así. Esta ausencia, pensé, mientras repasaba mentalmente la perfecta consonancia del carácter del lugar con el que distinguía a sus moradores, especulando sobre la posible influencia que la primera, a lo largo de tantos siglos, podía haber ejercido sobre los segundos; esta ausencia, repito, de ramas colaterales, y la consiguiente transmisión constante de padre a hijo del patrimonio junto con el nombre, era la que al fin había identificado de tal manera a los dos como para fundir el título originario del dominio en el extraño y equívoco nombre de «Casa Usher», nombre que parecía incluir, entre los campesinos que lo empleaban, la familia y la mansión familiar.

He dicho que el único efecto de mi experimento de algo infantil, mirar en el pequeño lago había ahondado mi primera y extraña impresión.
No cabe duda de que la conciencia del rápido aumento de mi superstición ¿por qué no voy a darle este nombre? servía sobre todo para acelerar el aumento. Tal es, lo sé desde hace mucho tiempo, la paradójica ley de todos los sentimientos que tienen como base el terror.

Y quizá fuera sólo por esto por lo que, cuando levanté de nuevo los ojos hacia la mansión, desde su imagen en el agua, creció en mi mente una rara fantasía, una fantasía de verdad tan ridícula, que sólo la menciono para mostrar la viva fuerza de las sensaciones que me oprimían.

Mi imaginación estaba tan excitada, que llegué a convencerme de que sobre la mansión y el dominio flotaba una atmósfera propia de ellos y de los edificios colindantes, una atmósfera sin afinidad con el aire del cielo, que exhalaba por los árboles marchitos, por los muros grises y por el oscuro lago silencioso un pestilente y místico vapor, opaco, pesado, apenas perceptible, de color plomizo.

Sacudiendo de mi espíritu lo que debía de ser un sueño, examiné con más cuida-do el verdadero aspecto del edificio. Su rasgo dominante parecía ser su excesiva antigüedad.

Y grande era la desolación producida por el tiempo. Diminutos hongos se extendían por toda la fachada, colgados del alero en una fina y enmarañada tela de araña. Pero esto no tenía que ver con ninguna forma de destrucción. No se había caído ninguna parte de la mampostería, y parecía haber una extraña incongruencia entre la perfecta colocación de las partes y la disgregación de cada una de las piedras. Esto me recordaba la aparente integridad de viejas maderas que se han podrido durante largos años en una cripta olvidada, sin que intervenga el soplo exterior. Aparte de este indicio de ruina general, la estructura daba pocas señales de inestabilidad. Quizá el ojo de un observador atento hubiera descubierto una fisura apenas perceptible, que, extendiéndose desde el tejado de la mansión a lo largo de la fachada, cruzaba el muro en zigzag hasta perderse en las tenebrosas aguas del lago.

Mientras observaba estas cosas cabalgué por una corta calzada hasta la mansión. Un criado que aguardaba tomó mi caballo, y entré en la bóveda gótica del vestíbulo. Un criado de paso sigiloso me condujo desde allí, en silencio, por múltiples, oscuros e intrincados pasillos hacia el estudio de su amo. Mucho de lo que encontré en el camino contribuyó, no sé cómo, a avivar los indefinidos sentimientos de los que ya he hablado.

Mientras que los objetos que me rodeaban los artesonados de los techos, los sombríos tapices de las paredes, los suelos de negro ébano y los fantasmagóricos trofeos heráldicos que rechinaban al pasar eran cosas, o parecían, a las que estaba acostumbrado desde niño pero no pensaba en lo familiar que me resultaba todo esto, estaba asombrado de las insólitas fantasías que esas imágenes producían en mí. En una de las escaleras me tropecé con el médico de la familia. La expresión de su rostro, pensé, era una mezcla de insidiosa astucia y de perplejidad. Me saludó con ansiedad nerviosa y siguió su camino. Luego el criado abrió una puerta y me dejó en presencia de su amo.

La habitación donde me encontraba era muy amplia y alta. Las altas ventanas, estrechas y puntiagudas, quedaban a tanta distancia del suelo de negro roble, que eran completamente inaccesibles desde el interior. Débiles rayos de luz teñida de carmesí atravesaban los cristales enrejados y servían para distinguir suficientemente los principales objetos a mi alrededor; los ojos, sin embargo, luchaban en vano para alcanzar los rincones más apartados de la cámara o los huecos del techo abovedado y ornado con relieves. Oscuros tapices cubrían las paredes. El mobiliario era profuso, incómodo, anticuado y destartalado.

Había muchos libros e instrumentos musicales en desorden, que no conseguían dar vida a la escena. Sentí que se respiraba una atmósfera de dolor. Un aire de dura, profunda e irremediable melancolía lo envolvía y lo penetraba todo.

A mi llegada, Usher se incorporó en un sofá donde estaba tendido cuan largo era y me saludó con una calurosa vivacidad, que tenía mucho, pensé al principio, de exagerada cordialidad, de obligado esfuerzo de hombre de mundo ennuyé [aburrido]. Sin embargo, una mirada a su rostro me convenció de su total sinceridad. Nos sentamos y, durante unos instantes, mientras no hablaba, lo observé con un sentimiento en parte de compasión, en parte de espanto. ¡Posiblemente ningún hombre había cambiado tan terriblemente en tan poco tiempo como Roderick Usher! A duras penas pude admitir la identidad del cadavérico ser que tenía ante mí con la del compañero de juventud. Sin embargo, el carácter de su cara había sido siempre extraordinario. La tez cadavérica, los ojos grandes, líquidos e in-comparablemente luminosos; los labios, algo finos y muy pálidos, pero de una curvatura insuperablemente hermosa; la nariz, de delicado tipo hebreo, pero con aletas amplias, más abiertas de lo que era normal; la barbilla, finamente modelada, reveladora, en su falta de prominencia, de una escasa energía moral; los cabellos más finos y ralos que una tela de araña; estos rasgos y el excesivo desarrollo de la zona frontal constituían una fisonomía muy difícil de olvidar. Y ahora la simple exageración del carácter predominante de estas facciones y de su expresión habitual revelaban un cambio tan grande, que llegué a dudar de la persona con la que estaba hablando. Y la palidez espectral de la piel, el brillo milagroso de los ojos destacaron sobre todo lo demás, e incluso me aterraron. El fino cabello, además, había crecido descuidadamente y, como en su desordenada textura de telaraña flotaba en lugar de caer a los lados de la cara, me era imposible, incluso haciendo un esfuerzo, relacionar su enmarañada apariencia con una idea de simple humanidad.

En el comportamiento de mi amigo me impresionó encontrar incoherencia, inconsistencia, y pronto descubrí que era motivado por una serie de débiles e inútiles esfuerzos por sobreponerse a una habitual ansiedad, a una excesiva agitación nerviosa.

En realidad ya estaba preparado para algo de esa naturaleza, no menos por su carta que por reminiscencias de ciertos rasgos juveniles y por las conclusiones que deduje de su peculiar conformación física y de su temperamento. Sus gestos eran alternativamente vivaces y lentos. Su voz pasaba rápidamente de una indecisión trémula (cuando su espíritu vital parecía totalmente en suspenso) a esa clase de concisión enérgica, a esa manera de hablar abrupta, pesada, lenta, hueca; a esa pronunciación gutural, densa, equilibrada, perfectamente modulada, que se puede observar en el borracho perdido o en el incorregible fumador de opio en los períodos de mayor excitación.

Así me habló del objeto de mi visita, de su sincero deseo de verme y del consuelo que esperaba recibir. Abordó con bastantes detalles la naturaleza de su enfermedad. Era, dijo, un mal constitucional y familiar, para el cual desesperaba de encontrar remedio; una simple afección nerviosa, añadió inmediatamente, que sin duda pasaría pronto. Se manifestaba en una multitud de sensaciones anormales. Algunas de éstas, cuando las detalló, me interesaron y me confundieron, aunque quizás influyeran los términos que empleó y el estilo general de su relato. Sufría él mucho de una agudeza morbosa de los sentidos; apenas soportaba los alimentos insípidos; sólo podía vestir ropa de cierta textura, los olores de todas las flores le resultaban opresivos; hasta la luz más débil torturaba sus ojos; y sólo pocos sonidos peculiares, y éstos de instrumentos de cuerda, no le inspiraban horror
Vi que era un esclavo sometido a una suerte anormal de terror.

«Moriré dijo, tengo que morir de esta deplorable locura. Así, así y no de otra manera me perderé. Temo los acontecimientos del futuro, y no por sí mismos, sino por sus resultados. Tiemblo cuando pienso en un incidente, incluso el más trivial, que puede actuar sobre esta intolerable agitación. No aborrezco el peligro, a no ser por su efecto absoluto: el terror. En este desaliento, en este lamentable estado, siento que más tarde o más temprano llegará el momento en que tenga que abandonar vida y razón a la vez, en alguna lucha con el siniestro fantasma: el miedo»

Me di cuenta, además, por los intervalos y por las insinuaciones interrumpidas y equívocas, de otro extraño rasgo de su estado mental.
Estaba dominado por ciertas impresiones supersticiosas relativas a la mansión que ocupaba y de donde, durante muchos años, no se había atrevido a salir, supersticiones relativas a una influencia cuya supuesta energía describió en términos demasiado sombríos para repetirlos aquí; influencia que algunas peculiaridades de la simple forma y material de su mansión familiar habían ejercido sobre su espíritu, decía, a fuerza de soportarlas durante mucho tiempo, efecto que el aspecto físico de los muros y las torres grises y el oscuro lago en que éstos se miraban había producido, a la larga, en la moral de su existencia.

Admitía, no obstante, aunque con vacilación, que podía buscarse un origen más natural y mucho más palpable de la peculiar melancolía que le afectaba: la grave y prolongada enfermedad, el desenlace ciertamente cercano con la muerte de una hermana tiernamente amada, su única compañía durante muchos años, último y único pariente en la tierra. «Su muerte decía con una amargura que nunca podré olvidar hará de mí (de mí, el indefenso, el frágil) el último miembro de la vieja estirpe de los Usher.» Mientras hablaba, la señorita Madeline (así se llamaba) pasó lentamente por un lugar apartado de la cámara, y, sin advertir mi presencia, desapareció. La miré con absoluto asombro, no desprovisto de miedo, y, sin embargo, me resulta imposible explicar estos sentimientos. Una sensación de estupor me oprimió, mientras mis ojos seguían los pasos que se alejaban. Cuando al fin una puerta se cerró tras ella, mi mirada instintiva y ansiosamente buscó el semblante del hermano, pero éste había hundido la cara entre las manos, y sólo pude percibir que una palidez aún mayor se extendía por los dedos enflaquecidos, entre los cuales caían apasionadas lágrimas.
Hacía tiempo que la enfermedad de la señorita Madeline había desconcertado a sus médicos. Una constante apatía, un cansancio gradual de su persona y frecuentes, aunque transitorios, accesos de carácter parcialmente cataléptico eran el habitual diagnóstico. Hasta entonces había resistido con firmeza la opresión de su mal y se había negado a guardar cama, pero a la caída de la tarde de mi llegada a la casa se rindió (como me contó su hermano esa noche con inexpresable agitación) al aplastante poder destructor; y supe que la rápida visión que había tenido de su persona probablemente sería la última, ya que nunca más volvería a ver a la dama, por lo menos en vida.

Después, durante varios días, ni Usher ni yo mencionamos su nombre, y en ese tiempo estuve ocupado en vehementes intentos para aliviar la melancolía de mi amigo.

Pintábamos y leíamos juntos, o yo escuchaba, como en un sueño, las extrañas improvisaciones de su conmovedora guitarra. Y así, mientras una intimidad cada vez más estrecha me introducía sin reservas en lo más recóndito de su alma, iba adquiriendo con amargura la inutilidad de todo intento por alegrar un espíritu, cuya oscuridad, como una cualidad positiva, inherente, se derramaba sobre todos los objetos del universo físico y moral en una incesante irradiación de melancolía.

Siempre guardaré en la memoria las muchas horas solemnes que pasé a solas con el dueño de la Casa Usher. Sin embargo, no conseguiré comunicar una idea del carácter exacto de los estudios o las ocupaciones en las cuales me envolvía o cuyo camino me enseñaba. Una idealidad excitada, enfermiza arrojaba un resplandor sulfúreo sobre todas las cosas. Sus largos e improvisados cantos fúnebres resonarán eternamente en mis oídos. Entre otras cosas, conservo dolorosamente en la memoria cierta rara perversión y amplificación del extraño aire del último vals de Von Weber. De las pinturas que nutría su laboriosa fantasía, y cuya vaguedad crecía en cada pincelada, vaguedad que me producía un estremecimiento tanto más penetrante, cuanto que ignoraba su causa; de esas pinturas (aún tengo sus imágenes nítidas ante mí) sería inútil que intentase presentar algo más que la pequeña porción comprendida entre los límites de simples palabras escritas. Por la absoluta sencillez, por la desnudez de sus diseños, atraían la atención y la subyugaban. Si alguna vez un mortal pintó una idea, ése fue Roderick Usher. Para mí, al menos, en las circunstancias que entonces me rodeaban, surgía de las puras abstracciones que el hipocondríaco lograba plasmar en el lienzo una intensidad de intolerable espanto, cuya sombra nunca he sentido, ni siquiera contemplando las fantasías de Fuselli, muy brillantes, pero demasiado concretas. Una de las fantasmagóricas concepciones de mi amigo, que no participaba con tanto rigor del espíritu de abstracción, puede ser esbozada, aunque de una forma muy indecisa, débil, con palabras. El pequeño cuadro representaba el interior de una bóveda o túnel muy largo, rectangular, con paredes bajas, lisas, blancas, sin interrupción ni adorno de ningún tipo. Ciertos toques accesorios del diseño servían para dar la idea de que esa excavación estaba a mucha profundidad bajo la superficie de la tierra. No se veía ninguna salida en toda la vasta extensión, ni se percibía ninguna antorcha, ni ninguna otra fuente artificial de luz; sin embargo, flotaba por todo el espacio una ola de intensos rayos que bañaban el conjunto con un resplandor inadecuado y espectral.

(0 hr 44 min)

Este libro pertenece a la colecciòn Alba Learning.

Chapters

La caída de la Casa Usher 37:09 Read by Alba
La caída de la Casa Usher 44:16 Read by Alba